¿Por qué dejé que mi hijo y su esposa vinieran a vivir conmigo? Aún no lo entiendo.

Soy Vera Martínez, resido en un piso de dos habitaciones en un barrio periférico de Zaragoza. Tengo sesenta y tres años y soy viuda. Mi pensión es modesta, pero suficiente. Cuando mi hijo Carlos se casó hace dos años, me alegré como cualquier madre. Él tenía treinta y uno, y su novia, Lucía, un par de años menos. Tras la boda por la iglesia, no tenían dónde vivir. «Mamá, déjanos quedarnos un tiempo contigo. Ahorraremos para la entrada del préstamo hipotecario y nos iremos», dijeron.

Como una ingenua, acepté: pensé en achuchar a mis futuros nietos. Y aquí estoy, sin saber cómo salir de este embrollo. Porque «un tiempo» se convirtió en dos años, y la convivencia es un infierno para todos.

Al principio no me entrometía. Jóvenes recién casados, adaptándose. Cocinaba, lavaba, sin interferir. Hasta que Lucía quedó embarazada. Pronto, pero pensé: «Si Dios lo permite, será lo correcto». Nació mi nieto Mateo, un sol de niño. Pero con él, los «ahorros» se esfumaron. Todos saben lo que cuesta un crío: pañales, leches especiales, potitos… Y Lucía exige solo marcas caras, productos ecológicos, importados.

No me importa ayudar, pero no soy su asistenta. Ahora soy niñera, cocinera y limpiadora. La «agotadísima» madre se levanta al mediodía, pegado el móvil a la mano. El niño en el parque, ella en el sofá. Yo friego, cocino, baño al pequeño… Y ella se queja de que «no da más».

¿Y Carlos? Sale y entra del trabajo cabizbajo, evadiendo cualquier conversación. Si insisto, me espeta: «Mamá, no te metas». Lucía actúa como dueña absoluta. Si le digo algo, me responde con tres frases en tono agrio. Luego mi hijo me reprocha que «oprimo» a su mujer. ¡Oprimir! ¡Cuando los mantengo a los tres!

No sé qué hacer. Le digo: «Carlos, buscad un alquiler. Estoy agotada». Él responde: «No hay dinero». Propuse intercambiar el piso: yo me mudaría a un estudio, y ellos solicitarían la hipoteca. Pero mi hijo asiente sin actuar.

Entiendo su dificultad, pero yo tampoco soy de hierro. Tengo la tensión alta, dolores articulares, insomnio. Si me necesitan, acudo corriendo: al hospital, a cuidar a Mateo… Pero si menciono mi cansancio, me miran como a una traidora.

Hace poco estalló la gota que colmó el vaso. Tras limpiar la cocina y preparar la papilla, Lucía protestó: «¡Te dije que compraras potitos de farmacia!». Perdí la paciencia: «Soy abuela, no un robot. Mantened a vuestra familia». Ella lloró, Carlos la defendió, se marcharon dando un portazo. Volvieron como si nada. Ni una disculpa.

Ahora cada mañana me pregunto: ¿por qué los acepté? ¿Por qué no me impuse al principio? Por ser madre. Por amor. Pero últimamente pienso: les quiero, pero estoy exhausta. Al tomar mis pastillas para la tensión, me pregunto: ¿debería echarlos? Sería doloroso, pero quizá recuperaría mi paz.

Díganme: ¿soy la única ingenua? ¿O hay más personas de mi edad atrapadas en esta trampa?

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MagistrUm
¿Por qué dejé que mi hijo y su esposa vinieran a vivir conmigo? Aún no lo entiendo.