Nací y crecí en Madrid, una ciudad donde la vida es rápida, dura e implacable. Aquí nadie te regala nada. Si quieres algo, tienes que luchar por ello, tienes que ganártelo con esfuerzo y sacrificio. Todo lo que tengo hoy es fruto de mi propio trabajo, de mis desvelos, de las horas interminables que dediqué a construir mi futuro. Mi esposa y yo nos sacrificamos durante años para conseguir un hogar, estabilidad y tranquilidad sin deberle nada a nadie. Nadie nos ayudó. Nadie nos facilitó el camino.
Mis padres, en cambio, siempre vivieron en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. Un lugar donde la gente se conforma, donde nadie aspira a más, donde la vida transcurre en la monotonía de la rutina sin planes para el futuro. Nunca pensaron en la vejez, nunca ahorraron, nunca se preocuparon por lo que sucedería cuando llegara el momento en que no pudieran valerse por sí mismos. Y ahora, de repente, recuerdan que tienen un hijo en la capital.
Me llaman, me suplican que los lleve conmigo, que los reciba en mi casa, que me haga cargo de ellos como si fuera mi obligación. Siempre soñaron con vivir en la ciudad, pasear por la Gran Vía, sentarse en las terrazas de los cafés, disfrutar del bullicio de las calles. Pero nunca hicieron nada para lograrlo. Y ahora, cuando ya es demasiado tarde, esperan que yo les brinde esa vida.
Llevamos meses teniendo la misma conversación. Ellos están convencidos de que es mi deber como hijo hacerme cargo de ellos, mantenerlos, cuidar de ellos. Como si les debiera algo. Pero yo no les debo nada. ¿Dónde estaban cuando yo los necesité?
Aún recuerdo mis años de universidad. Solo, en una ciudad enorme, sobreviviendo con una beca miserable, trabajando en lo que fuera por las noches para poder pagar el alquiler y comer. Hubo días en los que no tenía ni para un plato de comida caliente. Ellos lo sabían. Sabían que estaba pasando dificultades. Y, sin embargo, ¿qué hicieron? Nada. Ni una llamada para preguntarme si estaba bien, ni un gesto de apoyo.
Y ahora, después de todos estos años, creen que pueden aparecer en mi vida y reclamar mi ayuda. ¿En qué momento me convertí en su salvador? ¿Por qué piensan que solo por haberme traído al mundo tienen derecho a aprovecharse de lo que he construido con mi esfuerzo? ¿Qué han hecho ellos por mí para merecerlo?
Y como si todo esto fuera poco, jamás aceptaron a mi esposa. Desde el primer momento la miraron con desprecio, la criticaron, le hicieron sentir que no era bienvenida. Hablaban a mis espaldas, me decían que ella no era la mujer adecuada para mí. Nunca se esforzaron en conocerla, nunca le dieron una oportunidad. Incluso ignoraron a nuestros hijos, sus propios nietos. Y ahora, de repente, quieren vivir bajo nuestro techo, compartir la vida que hemos levantado sin ellos? Eso no va a pasar.
Si los aceptara en mi casa, mi vida se convertiría en una carga insoportable. Tendría que preocuparme por ellos, ocuparme de sus problemas, renunciar a mi tiempo y a mi tranquilidad para atenderlos. Pero yo ya tengo suficiente con mis propias responsabilidades. Trabajo duro, mantengo a mi familia, me esfuerzo cada día por darles un futuro a mis hijos. ¿De dónde voy a sacar tiempo y energía para cuidar de dos personas que durante toda su vida me enseñaron que “cada uno debe arreglárselas solo”? ¿Cuándo podré vivir mi vida?
Habrá quienes digan que soy un egoísta, que debería estar agradecido por la vida que me dieron. Pero yo nunca pedí nacer. Esa fue su decisión, no la mía. Si hubieran sido responsables, si hubieran pensado en su futuro, ahora no estarían en esta situación. Pero no lo hicieron. Vivieron sin preocuparse por el mañana, y ahora quieren que yo pague el precio de su despreocupación. Pero yo no lo haré.
Mi esposa me apoya completamente. Ella ha vivido lo mismo. Sus padres la echaron de casa cuando cumplió dieciocho años, le dijeron que se las arreglara sola. Tuvo que luchar, trabajar sin descanso y construir su vida desde la nada. Y ahora, cuando al fin ha conseguido estabilidad, de repente sus padres recuerdan que tienen una hija… pero solo porque les conviene.
Pero nosotros no somos ingenuos. No permitiremos que nos usen. No sacrificaremos nuestra felicidad por personas que solo se acuerdan de nosotros cuando necesitan algo. La vida no funciona así. Si nunca diste nada, no esperes recibir algo a cambio.