**Por mí…**
Isabel pasaba la plancha con monotonía sobre la tabla de planchar. El sudor le corría por las sienes, el cuello y la espalda. Aunque el calor de la tarde había cedido un poco, el hierro caliente seguía emanando un soplo abrasador. Le faltaba poco para terminar cuando sonó el móvil. El teléneo calló un instante y volvió a sonar, poniéndole los nervios de punta.
Dejó la plancha, se acercó a la mesa y cogió el teléfono. Al ver el nombre de su amiga en la pantalla, se sorprendió.
—¿Lola? ¿Eres tú? ¿Qué pasa? —preguntó, inquieta.
—¿Quién va a ser? Pues que voy para allá. Me mandan de trabajo y he rechazado el hotel. Pensé quedarme en tu casa. ¿Me acoges un par de días?
—¡Claro que sí! ¿Cuándo llegas? —Isabel se tensó al recordar que apenas tenía lo básico en la despensa. Ella apenas cocinaba para sí misma, conformándose con poco.
—Mañana. Sé que es repentino, pero todo se decidió a última hora. Te mando el número del tren, el vagón y la hora por mensaje. ¿Me esperas?
—Por supuesto —prometió Isabel, aunque pensó que ya pedía demasiadas bajas en el trabajo y no quería pedir más permisos.
Pero su amiga la tranquilizó, asegurándole que llegaría por la tarde y se quedaría dos días. Isabel respiró aliviada.
—No te pongas a preparar nada, que ya te conozco. Nos veremos pronto y charlaremos largo y tendido —dijo Lola antes de colgar.
Isabel terminó de planchar, dobló la ropa y la guardó en el armario. Se alegraba de saber de su amiga, aunque también pensó: «Lola me hará mil preguntas, querrá saberlo todo, y yo, que por fin había aceptado mi soledad… Ahora toca pensar qué le daré de comer». Miró el reloj de pared. «Si voy ahora, llego antes de que cierren. Mañana no tendré tiempo. Vaya, qué sorpresa…»
Abrió la nevera. Para ella cocinaba poco, y el apetito se lo había quitado la quimioterapia. Se cambió y salió al supermercado, pensando en Lola.
Se hicieron amigas al instante, desde el primer día, cuando en sexto de primaria llegó una nueva alumna con un nombre romántico y misterioso: Dolores, “Lola”. Juntas entraron en la misma universidad. En tercero, Lola se enamoró de un cadete de la Academia Militar, se casó y se marchó con él a una guarnición lejana, trasladándose a una facultad cercana para seguir estudiando a distancia.
Al principio se escribían cartas; luego, con la llegada de los móviles, se llamaban, pero con los años el contacto se redujo a felicitaciones de Año Nuevo y cumpleaños. Cada una tenía su vida, sus preocupaciones, sus hijos. Lola tenía dos hijos varones, que requerían toda su atención.
Isabel se casó al año de graduarse y enseguida quedó embarazada. El parto fue difícil y no pudo tener más hijos. Su hija creció, y justo antes de terminar la carrera de Medicina, se casó y se fue a vivir a la tierra de su marido.
Mientras elegía los productos en el supermercado, Isabel pensó que no tendría tiempo de limpiar. «¿Y qué? ¿Quién va a venir a inspeccionar? Es mi amiga, no el rey…». Dudó si contarle lo del viaje de su marido o su visita a su hija. Pero Lola la conocía demasiado bien, descubriría la mentira en un santiamén. «Verá que no hay rastro de él en casa. Y, ¿para qué ocultarlo? No soy la primera ni la última a la que su marido abandona por una jovencita…».
Isabel lo supo mucho antes de que él se marchara. De repente, empezó a vestirse de forma más informal —vaqueros, jerséis—, reservando los trajes solo para actos oficiales. Hasta se compró zapatillas y empezó a correr por las mañanas, aunque la afición no le duró.
Mientras vivió su hija con ellos, ambos decidieron mantener las apariencias. Él fingía llegar tarde del trabajo, solo venía a dormir. A ella también le pesaba su presencia. Llegaba saciado, se acostaba enseguida. Claramente, comía y disfrutaba en otro sitio.
Cuando su hija se casó y se mudó, ya no hubo por qué guardar las formas, y fue ella quien le sugirió que se fuera. Dobló cuidadosamente su ropa planchada y la guardó en la maleta. No quería darle el gusto a su rival de pensar que su esposa había sido negligente, como seguramente él habría contado. Que viera que su mujer había sido solícita. Y que él supiera lo que perdía. Nadie aseguraba que la otra fuese igual. Con los años, los hombres valoran la comodidad y la paz. La pasión, como bien se sabe, es pasajera. Isabel esperaba que recapacitara y volviera. Pero el tiempo pasó, y él no regresó.
Y luego… Luego, en un chequeo rutinario, le detectaron cáncer. Eso la distrajo del dolor emocional. Las ofensas dejaron de importar. Cirugía, quimioterapia. Cada revisión era un suplicio, temiendo la sentencia. Pero, por ahora, todo seguía estable.
A veces, en un arrebato, deseaba ver a su marido, contarle la verdad. ¿Y luego qué? ¿Se quedaría por lástima? No. La compasión no es amor.
Así vivía, sola. No hizo nuevas amistades. A veces paseaba por el parque, donde siempre encontraba a los mismos ancianos o madres con carritos. Se saludaban, intercambiaban alguna palabra trivial.
—Qué buen día, ¿eh? ¿También ha salido a pasear?
—¿Y el mayor? ¿Con los abuelos?
—Hacía tiempo que no la veía…
Eso era todo.
Al día siguiente, Isabel llegó a casa después del trabajo y se puso a cocinar. Incluso tuvoFinalmente, cuando el primer rayo de sol asomó entre los árboles, Isabel sintió que, después de tanto tiempo, volvía a estar en casa, no por las paredes que la rodeaban, sino por la mano que ahora la sostenía con la misma ternura que antaño.