Por mí…

Por mí…

Irene pasaba la plancha de manera monótona sobre la tabla de planchar. El sudor le corría por las sienes, el cuello y la espalda. El calor había disminuido un poco al atardecer, pero el hierro seguía desprendiendo un sofocante vapor. Casi había terminado con la pila de ropa cuando sonó su móvil. El teléfono calló brevemente y volvió a sonar, poniéndole los nervios de punta.

Dejó la plancha a un lado, se acercó a la mesa y cogió el teléfono. Reconoció el nombre de su amiga en la pantalla y se sorprendió.

—¿Teresa? ¿Eres tú? ¿Qué pasa? —preguntó, inquieta.

—Sí, ¿quién si no? Pues pasa que vengo de viaje. Me han mandado a una reunión de trabajo y he rechazado el hotel. Pensé en quedarme en tu casa. ¿Me alojas un par de días?

—¡Claro que sí! ¿Cuándo llegas? —Irene se tensó al recordar que apenas tenía lo básico en la nevera. Ella misma comía poco, solo lo imprescindible.

—Mañana. Sé que es de golpe, pero todo se decidió a última hora. Te mando un mensaje con el número del tren, el vagón y la hora. ¿Me esperas?

—Por supuesto —prometió Irene, aunque pensó que ya había pedido demasiadas bajas en el trabajo y le daba vergüenza pedir otra.

Pero su amiga la tranquilizó, diciendo que llegaría por la noche y se quedaría dos días enteros. Irene sintió un alivio inmediato.

—No te molestes en preparar nada, que ya te conozco. Pronto charlaremos hasta cansarnos —dijo Teresa antes de colgar.

Irene terminó de planchar, doblando la ropa con cuidado antes de guardarla en el armario. La alegró oír a su amiga, aunque también la inquietaba. «Teresa preguntará, escarbará en mi alma y yo, que por fin había aprendido a aceptar todo, incluso la soledad… Ahora tengo que pensar qué darle de comer». Miró el reloj de pared. «Puedo llegar al supermercado antes de que cierre. Mañana no tendré tiempo. Vaya, qué sorpresa…»

Abrió la nevera. Para ella cocinaba poco, y el apetito le había abandonado desde que empezó el tratamiento. Cambiándose deprisa, salió a la calle pensando en su amiga.

Se hicieron inseparables desde el primer día, en sexto de primaria, cuando una nueva alumna con un nombre romántico y misterioso, Teresa, se unió a su clase. Más tarde, entraron juntas en la misma universidad. En tercero, Teresa se enamoró de un cadete de la academia militar, se casó con él y se mudó a una guarnición lejana, pasándose a la modalidad a distancia en otra universidad.

Al principio se escribían cartas, luego, con los móviles, hablaban por teléfono, pero con los años el contacto se redujo a felicitaciones por Navidad y cumpleaños. Cada una tenía su vida, sus preocupaciones, sus hijos. Teresa tenía dos varones, y mantenerlos a raya era una tarea diaria.

Irene se casó un año después de licenciarse y enseguida quedó embarazada. El parto fue difícil y no pudo tener más hijos. Su hija creció y, justo antes de terminar la carrera de Medicina, se casó y se fue a vivir a la ciudad natal de su marido.

Mientras escogía productos en el supermercado, Irene pensó que no le daría tiempo a limpiar. «Bueno, ¿quién va a fijarse? Viene mi amiga, no el rey…» También dudó si contarle lo del viaje de trabajo de su marido o su visita a su hija. Pero Teresa la conocía demasiado bien y descubriría cualquier mentira en seguida. No había manera de engañarla. «Verá al instante que en esta casa no hay rastro de un hombre. ¿Para qué ocultarlo? No seré la primera ni la última a la que su marido abandona por una más joven…»

Irene supo que su marido tenía a otra mucho antes de que él se marchara. De repente, empezó a vestir de manera más informal —vaqueros y jerséis—, reservando los trajes solo para reuniones importantes. Hasta se compró zapatillas deportivas y comenzó a correr por las mañanas, aunque la afición le duró poco.

Mientras su hija vivía con ellos, ambos fingieron normalidad. Él llegaba tarde, como si trabajara más, y solo aparecía para dormir. Irene misma sentía alivio cuando no venía. Llegaba saciado, se acostaba sin más. Comía —y disfrutaba— en otro lugar.

Cuando su hija se casó y se marchó, las apariencias ya no importaban. Fue ella quien le sugirió que se fuera. Doblando meticulosamente su ropa planchada, la guardó en la maleta. No quería darle a la otra la satisfacción de pensar que había sido una mala esposa, como probablemente él le habría contado. Que viera que Irene había sido cuidadosa hasta el final. Y que él supiera lo que perdía. ¿Sería la otra igual? Con la edad, los hombres valoran la comodidad y la paz. La pasión, como se sabe, es fugaz. Irene esperaba que recapacitara y volviera. Pero el tiempo pasó, y él no regresó.

Y después… después, en un chequeo rutinario, le detectaron cáncer. Eso la distrajo del dolor y el rencor. No había espacio para resentimientos. Operación, quimioterapia. Cada revisión era un suplicio, temiendo escuchar la sentencia. Pero, por ahora, todo seguía estable.

Hubo momentos en los que deseó desesperadamente ver a su marido, contarle lo que pasaba. ¿Y qué? Tendría lástima, se quedaría. Pero ¿viviría ella cada día sabiendo que venía de los brazos de otra? No. La lástima no es amor.

Así que siguió sola. No hizo nuevas amistades. A veces paseaba por el parque, donde siempre se encontraba a los mismos ancianos o madres con carritos. Se saludaban, intercambiaban un par de palabras.

—Qué buen día, ¿eh? ¿También ha salido a pasear?
—¿Dónde está el mayor? ¿En casa de la abuela?
—Hacía tiempo que no la veía…

Eso era todo.

Al día siguiente, Irene llegó del trabajo y se puso a cocinar. Incluso tuvo tiempo de fregar el suelo antes de ir a la estación. Estaba agotada, pero no podía descansar. Había que recoger a su amiga.

El tren tardó en reducir velocidad hasta detenerse junto al andén. Irene escudriñaba las ventanillas, buscando a Teresa. Al fin, los pasajeros empezaron a bajar. Decidió no correr hacia el vagón correspondiente, al otro extremo. Entre la multitud, podía perderla. «¿Y si no la reconozco? ¡Hace tantos años que no nos vemos!» La duda le nubló el corazón.

Se detuvo junto a las escaleras que bajaban al paso subterráneo. Allí, la gente aminoraba el paso, y podía observarlos con calma.

Entonces la vio: Teresa, más llena, con mirada desorientada, pero inconfundible. Su amiga giraba la cabeza, buscándola. Irene alzó una mano y saludó con energía. Al fin, Teresa la vio y se abrió paso entre la multitud hacia ella. La empujaban, las golpeaban con maletas, pero ellas no notaron nada, abrazándose con fuerza. Poco a poco, el gentío se dispersó.

—Vamos —dijo Irene, tomando la iniciativa.

Atravesaron el eco del paso subterráneo, hablando sin parar, compartiendo sus miedos de no reconocerse, haciendo las mismas preguntas. El calor del autobús hizo que Irene se sintiera mareada. Notaba las miradas inquisitivas de Teresa, pero no tenía fuerzas para disimular. El trayecto le pareció eterno. En casa, se desplomó en el sofá. Teresa se sentó a su lado.

—Descansa. Se te ve agotada. Ya te dije que no te molestaras. Solo con los—Descansa. Se te ve agotada. Ya te dije que no te molestaras. Solo con los olores de la comida se me hace la boca agua —dijo Teresa, decidida—, mientras tú descansas, yo me daré una ducha y luego hablamos.

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Por mí…