Lo encontró detrás de una esquina, entre latas de basura y cartones mojados. Buscaba algo que llevarse al estómago cuando lo vio: un gatito gris, diminuto, arrastrándose por el asfalto y maullando con desesperación. Frente a él, un perro enorme, sucio y flaco, de un pelaje entre rojizo y grisáceo, cubierto de polvo y barro.
El cachorro, al verlo, chirrió y se acercó. El perro gruñó, pero el pequeño no se asustó.
“¿Qué demonios?”, pensó el animal. “Justo lo que me faltaba. ¡Oye, oye! Tu madre vendrá pronto. No te me acerques.”
Intentó apartar al gatito con su pata, pero este se aferró a ella con sus diminutas garras, se acurrucó y calló.
“Bien”, pensó el perro. “Esperaré a que vuelva su madre y me iré.”
El gatito se durmió, tranquilo y contento. El perro, de color indefinible, se tumbó y esperó.
Pasaron las horas, el día se convirtió en noche, y la gata no apareció. Al amanecer, el perro lo entendió: algo malo le había pasado. El pequeño despertó, empujando su hocico contra el vientre del can. Tenía hambre.
“Otra complicación”, pensó. “¿Qué hago ahora? ¿Dejarlo aquí a morir de hambre?”
Decidió llevarlo al contenedor trasero del restaurante, donde siempre encontraba restos de comida. Agarró al gatito por el pescuezo con sus dientes y caminó hacia allí. Lo dejó entre unos arbustos para que no se escapara mientras él rebuscaba en la basura.
El perro escuchaba los maullidos angustiados del pequeño, que llamaba a su madre.
“¡Maldita sea!”, refunfuñó. “¿Qué madre ni qué nada?”
Encontró unos yogures medio consumidos. Volvió y, con cuidado, untó el dulce líquido en el hocico del gatito, que lo lamía con avidez y ronroneaba.
“Perfecto”, pensó el perro, aliviado. “Así comerá.”
Después, el gatito se acurrucó contra su costado y se durmió, aferrado a su pelaje.
“Bueno”, pensó el perro. “Esperaré hasta mañana. Lo alimentaré y luego luego me iré.”
Pero esa noche, el pequeño despertó llorando. El perro lo lamía para calmarlo. Al amanecer, sus ojos se encontraron. El gatito le tocó la nariz húmeda con su patita y maulló:
“Mamá.”
Y entonces el perro lo entendió. No se iría. No lo abandonaría.
Así comenzó todo.
Él masticaba la comida para su pequeño, lo protegía del frío y la lluvia, jugaba con él para fortalecerlo.
“Hay que enseñarle a sobrevivir”, pensaba.
El verano pasó. El gatito creció; el perro, en cambio, adelgazó. Llegó el otoño, y con él, las lluvias interminables. Ya no encontraban lugares secos para refugiarse. A veces, el perro envolvía al gatito entre sus patas, tiritando de frío pero asegurándose de que él estuviera caliente.
Se resfrió. Tosía, estornudaba, le goteaban los ojos. El gatito lo miraba con preocupación.
“Mamá, ¿qué te pasa? ¿Estás enferma?”
“No, no es nada, cariño”, respondía el perro. “No te preocupes.”
Entre estornudos y lágrimas, no vio el peligro.
La lluvia arreciaba, y el vertedero estaba vacío. Tenían que ir a otro. El perro agarró al gatito con los dientes y avanzó por la calle encharcada, protegiéndolo.
No vio el coche que salió de la curva.
Por suerte, el conductor iba despacio, pero el golpe fue suficiente para lanzar al perro contra el suelo. El hombre, un médico, bajó rápidamente y se acercó.
“Déjame ver”, dijo, pero el perro gruñó, protegiendo algo entre sus patas.
“No temas”, habló el hombre con calma. “Soy médico. Déjame ayudarte.”
La lluvia arreció. El médico se agachó, empapado, y entonces lo vio: dos ojos felinos asomaban bajo las patas del perro.
“¡Dios mío!”
Se quitó el abrigo, lo tendió en el suelo y trasladó cuidadosamente a los animales al asiento trasero del coche.
En la clínica del veterinario, su viejo amigo, el médico extendió al perro sobre la mesa.
“¿Qué traes aquí?”, preguntó el veterinario, sorprendido.
El perro, aún consciente, no soltaba al gatito.
El veterinario lo tomó en brazos y se lo entregó al médico.
“Siéntate ahí y no molestes.”
El gatito forcejeaba.
“¡Mamá! ¡Mamá!”, maullaba.
“Tranquilo”, susurró el hombre. “Estará bien.”
Horas después, el veterinario informó que el perro podía irse, pero necesitaría cuidados.
“Pasaré por tu casa esta noche”, le dijo al médico.
Al llegar, encontró una escena conmovedora: el perro, ya despierto, comía de la mano del médico mientras el gatito, alerta, observaba cada movimiento.
“Se preocupa por su amigo”, comentó el médico.
El veterinario, experto en animales, sonrió.
“No. Se preocupa por su madre.”
Agachándose, acarició al gatito.
“No temas, pequeñín. Tu mamá se pondrá bien.”
El gatito ronroneó y se refregó contra su mano.
“¿Los quedarás contigo?”, preguntó el veterinario.
El médico asintió.
“Al perro lo llamaré ‘Madre’. Y al gatito ‘Hijito’.”
El veterinario alzó su copa.
“Por Madre e Hijito.”
Mientras bebían y reían, el gatito se acurrucó contra su madre, abrazando su pata vendada. El perro lo miró, preguntándose cómo había podido vivir sin él.







