Por fin… ¿o apenas comienza?

Por fin… o quizás todo apenas empieza

Cuando Marina se casó, jamás imaginó que su futuro esposo, Alejandro, ya estaba atrapado en una adicción que lo consumía. Su historia fue rápida: un torbellino de emociones y, a las dos semanas, él le pidió matrimonio—un poco bebido, con ese olor a alcohol que ya se le hacía familiar:

—Marina, ¿y si nos casamos? —dijo, apoyándose en el marco de la puerta.

—¿Estás borracho? —replicó ella, más sorprendida que enojada. Al fin y al cabo, quería casarse: todas sus amigas ya llevaban anillo.

—Es que estoy feliz —se rio él—. ¡Es un día de celebración!

—De acuerdo, pero con una condición —advirtió ella—: solo bebes en días festivos.

—Pues hoy es mi festivo —bromeó él.

Joven, ingenua y enamorada, Marina no sabía que el padre de Alejandro había bebido toda la vida. Y su hijo ya había adoptado la misma costumbre. Su madre, Carmen, se lamentaba:

—Tú te has perdido en el vicio y ahora arrastras a tu hijo.

—¡Que se haga hombre! —respondía su marido, sirviéndole una copa al muchacho en la mesa.

Tras la boda, se mudaron a un pequeño piso heredado de la abuela de Marina. Al principio, todo marchaba más o menos bien: Alejandro trabajaba, aunque solía llegar con aliento a alcohol. Siempre tenía una excusa:

—Hoy nació el hijo de Luis, ¿cómo no brindar? Es el cumpleaños de Javier… Y luego Pepe me invitó en su finca, no podía decir que no…

Después nació su hijo, Diego. Pero la paternidad no lo cambió. Empezó a llegar cada vez más tarde, evitando acercarse al niño.

—¿Por qué no pasas tiempo con Diego? —le reprochaba Marina.

—Tú misma dices que no me acerque con este aliento —se justificaba él.

—¡Pues deja de beber! ¿Cuándo vas a parar? —le decía, con lágrimas en los ojos.

Pasaron ocho años. El alcohol se volvió parte de su vida. Perdió un trabajo tras otro. Marina lo cargaba todo sola, aunque Carmen la ayudaba—compraba cosas para el niño y le echaba una mano con el dinero.

—Marina es un ángel —se quejaba Carmen con su hermana—. Pero mi hijo… cada vez peor. Ya no lo reconozco.

Alejandro se convirtió en una sombra de lo que fue: demacrado, sin dientes, sin ganas de vivir. Ni amor, ni cariño—nada quedaba.

—Divórciale —le decían todos: amigas, compañeros de trabajo, hasta los vecinos.

Pero Marina sentía lástima por él. Como por un perro abandonado. Hasta que un día entendió: Diego ya era mayor, lo observaba todo, y prefería no estar en casa, donde el ambiente era desolador.

Entonces le dijo a su suegra:

—Carmen, no puedo más. Voy a pedir el divorcio.

—¿Y si lo internamos? —rogó ella en voz baja—. Quizás aún hay esperanza.

—¿Cuántos años intentaron ayudarle? —respondió Marina, con una sonrisa amarga—. Quiero que mi hijo crezca diferente. Mejor que no vea a su padre.

Carmen suspiró:

—¿Adónde irá? Claro, a casa. Ya veré cómo lo manejo…

Pero había otra razón. Marina llevaba tiempo sintiendo algo por un compañero del trabajo: David. Alto, moreno, con unos ojos verdes que parecían mirar al alma, y una educación que ya no se veía tanto. Divorciado, sin dramas, había venido de otra ciudad para cuidar a su padre. En la oficina, todas—unas más discretas, otras no—intentaban llamar su atención, pero él mantenía distancia.

Cuando Marina inició el divorcio, Alejandro ni se sorprendió. Maletas en la puerta, una charla breve, y se fue. A casa de sus padres.

Dos semanas después, David se acercó a ella al salir del trabajo:

—Marina, ¿quieres tomar un café? Solo para hablar.

Ella asintió, las mejillas sonrosadas. Estuvieron en una cafetería, entre risas y conversaciones serias, hasta que él soltó:

—Lo supe desde el principio. No eres solo una compañera. Eres mi destino.

Desde esa noche, todo cambió. Claro, hubo murmullos en la oficina. Sobre todo de Nuria:

—Vaya, nuestra tímida se ha llevado a David… Y yo que lo intenté…

Marina solo encogió los hombros. No necesitaba explicaciones.

Poco después, David le pidió matrimonio. Un anillo sencillo, una mirada sincera, y su corazón volvió a latir fuerte.

Un sábado, invitó a Carmen. La casa olía a bollos recién horneados, el té humeaba en la mesa.

—Tengo noticias —dijo Marina, el corazón acelerado—. Me caso. Con David.

Carmen se quedó en silencio. Después… la abrazó con lágrimas:

—Por fin… Hija mía, te mereces ser feliz. Te ayudo con los preparativos. ¡Será la boda más bonita!

Estuvieron ahí, planeando el vestido, las flores, los invitados. Y Marina sintió que Carmen ya no era solo su suegra—era su amiga. Y Carmen, por fin, tenía la hija que nunca tuvo, pero que aceptó con el corazón.

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MagistrUm
Por fin… ¿o apenas comienza?