Por fin la felicidad la encontró
Cuando Valeria se casó con Ignacio, jamás imaginó que su recién estrenado marido sería esclavo de un vicio. Su romance fue rápido: él era alegre, encantador, decidido, y le propuso matrimonio en una fiesta, con unas copas de más.
—Val, ¿te casas conmigo? —rió, inclinándose hacia ella con un claro olor a alcohol.
—¿Has bebido? ¿Y así me pides que me case? —respondió ella, pero en su voz no había verdadera indignación. Valeria soñaba con casarse; casi todas sus amigas ya lo estaban.
—¿Y qué? Estoy contento, por eso he bebido. Vamos, no me hagas esperar, di que sí —insistió él con una gran sonrisa.
Ella aceptó, pero puso una condición: solo beber en ocasiones especiales. Ignacio, sin dudarlo, asintió: «Como quieras».
Valeria no sabía entonces que el padre de Ignacio había bebido toda la vida, y que esa misma debilidad, como una cadena, arrastraba al hijo. Su madre, Carmen Soler, discutía a menudo con su marido cuando este servía una copa al muchacho.
—¿Te has destruido tú y ahora arrastras a tu hijo? —gritaba ella, pero solo recibía burlas: «Que se acostumbre, es un hombre».
Tras la boda, se instalaron en el piso de Valeria en las afueras de Toledo, heredado de su abuela. Al principio, todo iba bien. Ignacio trabajaba, aunque a menudo volvía a casa con «olor a taberna». Siempre tenía una excusa:
—¿Qué, si hoy ha nacido el hijo de Rafa! ¿Cómo no brindar? O es el cumple de Pablo. O descargamos madera y el jefe nos invitó. ¡Es cuestión de respeto!
Valeria tuvo un hijo, Álvaro. E Ignacio siguió bebiendo. No se acercaba al niño.
—¿Por qué ni siquiera lo miras? ¡Es tu hijo! —se quejaba ella.
—Tú eres la que no quiere que me acerque con aliento a alcohol —respondía él, apartándola con gesto cansado.
—¡Pues no bebas! Te lo he pedido mil veces…
Pasaron los años. Ocho. Ignacio bebía cada vez más, lo echaron de varios trabajos por emborracharse. Valeria cargaba con todo: el hogar, el niño, la vida. Su único consuelo era su suegra, quien la comprendía, ayudándola con dinero y ropa para el nieto.
—Valeria es una santa. Si él tuviera algo de vergüenza… —suspiraba Carmen a su hermana.
Cuando Álvaro cumplió diez años, Valeria entendió que no podía seguir así. Su marido se había convertido en una sombra. De su antiguo atractivo solo quedaban ruinas: dientes rotos en peleas, pelo escaso, mirada vacía. No sentía nada por su hijo ni por ella.
—Déjalo —le decían sus compañeras—. Valeria, ¿cuánto vas a aguantar?
Pero ella posponía la decisión. Su corazón era demasiado bondadoso; compadecía a todos, incluso a su marido.
Hasta que apareció una razón real. Valeria se enamoró. De un compañero nuevo. Se llamaba Fernando.
Llevaba apenas dos meses en la oficina. Alto, de ojos claros, rostro abierto y sonrisa cálida, cautivó a todos. Incluso las más atrevidas intentaron coquetear con él, pero él, como un caballero, rechazó sus insinuaciones con cortesía. Y firmeza.
Fernando estaba divorciado, se había mudado desde Cáceres y vivía con su padre. Las compañeras especulaban, pero él guardaba compostura, sin dar motivos.
Y Valeria, por primera vez en años, sintió que su corazón latía de nuevo. No dijo nada durante mucho tiempo, ni siquiera a sí misma.
Cuando solicitó el divorcio, lo anunció sin rodeos a su suegra y a su marido.
—Ignacio, se acabó. Recoge tus cosas. No puedo más.
Él se fue sin dramas. Solo tomó sus maletas y se marchó a casa de su madre.
Y Valeria sintió que renacía.
Un día, al salir del trabajo, Fernando la llamó:
—Valeria, ¿tienes un momento? Quería invitarte a cenar…
Ella sintió que se ruborizaba, pero asintió.
Estuvieron en una cafetería. Primero hablaron de la vida, el trabajo, la familia. Luego él dijo:
—Me enteré de tu divorcio. Y… perdona, pero supe al instante que eras para mí.
Ella se quedó sin palabras. Eran justo las que había esperado oír.
—Yo ni siquiera me di cuenta… —susurró.
—Pero yo sí noté que sentías algo —sonrió él—. Solo no sabía si decírtelo.
Desde entonces, comenzaron a salir. Valeria reía cuando sus compañeras, algo celosas, murmuraban:
—La modosita se llevó a Fernando. ¿Cómo lo hizo?
A ella no le importaba. En su corazón reinaban paz y calidez.
Su exmarido no interfirió, pero Carmen, su suegra, seguía visitándola para ver al nieto y apoyarla. Comprendió por qué Valeria lo había echado y no la culpaba.
Un sábado, Valeria le contó a Carmen su compromiso. Fernando le había dado un anillo; todo era serio.
—Carmen, Fernando me ha pedido que me case con usted. He aceptado.
La mujer guardó silencio un momento, y luego la abrazó.
—¡Por fin! Valeria, mereces ser feliz. Que todo te vaya bien.
Valeria no lo creía. Esperaba reproches, pero recibió cariño y bendición.
—Ayudaré con la boda. Quiero que sea preciosa. Y que Álvaro sepa que tendrá un verdadero hombre a su lado.
Desde entonces, su relación se fortaleció. Valeria no solo encontró amor, sino también una amiga en su exsuegra. Y Carmen, una hija en ella. Aunque raro, sucede. Y a veces, solo a veces, el destino se compadece.