**5 de marzo, Madrid**
Por favor, solo diez euros suplicó el niño al CEO mientras le ofrecía limpiarle los zapatos. Es para mi madre
Santiago Navarro no era hombre al que le gustaran las interrupciones. Su vida transcurría entre reuniones en torres de cristal, cifras de millones y cafés caros en el barrio de Salamanca. Aquella mañana, mientras repasaba un informe crucial en su cafetería habitual, una sombra se detuvo frente a sus zapatos italianos.
Señor, ¿puedo limpiárselos? Solo diez euros insistió la vocecilla.
Santiago alzó la mirada, molesto. Era un chiquillo de no más de ocho años, envuelto en un abrigo demasiado grande, con guantes desparejados y mejillas enrojecidas por el frío.
No estoy interesado espetó, volviendo a su móvil.
Pero el niño no se movió. Se arrodilló en la acera, sacando un estuche de betún desgastado.
Por favor, señor. Mi madre está enferma. Necesita medicina.
Algo en la mirada del crío grandes ojos oscuros, demasiado serios para su edad le hizo bajar la guardia. Santiago suspiró.
¿Cómo te llamas?
Luis, señor.
Le tendió un billete de veinte, pero Luis negó con la cabeza.
Solo acordamos diez, señor. Mi madre dice que hay que ganarse las cosas.
Santiago observó al chaval, tan delgado que los huesos asomaban bajo la tela, pero con una dignidad que le quemó el orgullo. Al final, Luis aceptó el dinero extra como “adelanto”. Corrió hacia una mujer sentada junto a una farola, abrazándola al mostrarle el billete. Ella levantó la cara, demacrada pero llena de un amor que le partió el pecho a Santiago.
Esa noche, en su ático de la Castellana, el silencio le pesó más que las deudas de sus competidores. Las sábanas de algodón egipcio no impidieron que recordara los ojos de Luis cada vez que cerraba los suyos.
Al día siguiente, regresó al mismo sitio. Luis estaba allí, frotando los zapatos de un ejecutivo distraído. Al ver a Santiago, su sonrisa iluminó la mañana gris.
¡Señor Navarro! ¡Hoy los dejaré como espejos!
Pasaron semanas. Santiago pagó el tratamiento de su madre, Carmen, una mujer orgullosa que al principio rechazó la ayuda. Les alquiló un piso en Chamberí, cerca del hospital. Luis, ahora escolarizado, seguía limpiándole los zapatos los fines de semana “por tradición”.
Hoy, un año después, Santiago espera frente al colegio. Luis llega corriendo, mochila al hombro.
¿Hoy toca betún, señor? bromea, aunque los zapatos de Santiago brillan como el oro.
Carmen les hace señas desde la acera, con mejillas ya sonrosadas. Santiago sonríe.
A veces, la fortuna más grande no está en los millones, sino en un gesto que devuelve el calor a un corazón helado. Y ese, querido diario, es un negocio que nunca da pérdidas.