Por favor, solo 10 euros,” suplicó el niño para limpiarle los zapatos al director ejecutivo

**Diario de Javier Márquez**

Hoy fue uno de esos días que te hacen cuestionarlo todo. Como siempre, mi rutina era implacable: reuniones en torres de cristal, cafés caros en la calle Serrano y decisiones que valían millones. Pero la vida, caprichosa, me puso delante de algo que no esperaba.

Fue en la cafetería de siempre, junto a la Puerta del Sol. Mientras revisaba los últimos informes de la fusión, una vocecita tímida me sacó de mi burbuja.

Por favor, señor, solo 10 euros susurró un niño, arrodillado en la acera con su vieja caja de betún.

Alberto Márquez, el hombre que nunca pierde el tiempo, miró hacia abajo. El niño, no mayor de ocho años, llevaba un abrigo enorme y unos guantes rotos. Sus ojos, grandes y oscuros, brillaban con una mezcla de esperanza y desesperación.

No hoy respondí, volviendo a mi teléfono.

Pero él insistió.

Es para mi madre, señor. Está enferma. Necesita medicinas.

Algo en su voz me hizo bajar la guardia. No era un simple mendigo, era un niño con una misión.

¿Cómo te llamas? pregunté, aunque sabía que no debía hacerlo.

Diego, señor.

Asentí y dejé que me lustrara los zapatos. Mientras lo hacía, con una destreza sorprendente, me contó su historia: su madre, Lucía, había caído enferma y ya no podía trabajar. Vivían en un refugio cerca de Lavapiés, durmiendo donde podían.

Cuando terminó, le di los 10 euros, pero intenté darle más.

No, señor dijo con firmeza. Mi madre dice que solo debemos aceptar lo que ganamos.

Esa noche, en mi ático de Salamanca, rodeado de lujo, no pude dormir. Los ojos de Diego me perseguían.

Al día siguiente, volví. Lo encontré junto a su madre, compartiendo un café frío. Lucía, pálida y débil, intentó negar mi ayuda, pero la rabia que sentí fue más fuerte que su orgullo.

No es lástima le dije. Es justicia.

Llamé a una ambulancia, la llevé al hospital y pagué su tratamiento. Neumonía, desnutrición cosas que no deberían pasar en una ciudad como Madrid.

Pasaron semanas. Les conseguí un piso pequeño en Chamberí, llené la nevera y matriculé a Diego en una escuela. Cada visita era una excusa: “Estaba por el barrio”. Pero la verdad era más simple: ellos me habían devuelto algo que ni todo mi dinero podía comprar.

Hoy, un año después, Diego sigue lustrando mis zapatos, aunque ya no lo necesita. Lucía sonríe de nuevo, fuerte como el hierro. Y yo, el hombre que lo tenía todo, aprendí que lo más valioso no se mide en euros, sino en los momentos que nos recuerdan quiénes somos y quiénes podríamos haber sido.

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Por favor, solo 10 euros,” suplicó el niño para limpiarle los zapatos al director ejecutivo