Oye, hay que llamar a Lucía, por favor…
Desde que se levantó, Adela tenía la sensación de que algo iba a pasar. Pero en realidad, todo lo importante ya había pasado en su vida. El amor, la familia… Ahora estaba sola. Su marido, con quien había compartido treinta y seis años, falleció dos años atrás. Su hijo tenía su propia familia, dos niños, todos sanos. Simplemente era ese presentimiento de fiesta, se dio cuenta. Mañana era el 8 de marzo, el Día de la Mujer.
Y entonces recordó a su marido. Nadie le traería mimosa o tulipanes. Aunque… ¿qué estaba pensando? ¡Estaba Alejandro, su hijo! Claro que pasaría a felicitarla.
Antes tenían un huerto. Una casita pequeña en una parcela de esos terrenos que se repartieron tras la crisis de los 90. Mientras trabajaba, solo iba los fines de semana o en vacaciones. Pero cuando Adela se jubiló, pasaba allí casi todo el verano, volviendo a la ciudad solo para bañarse y hacer la compra.
Aquel verano fue seco y caluroso. Había que regar los bancales cada día. Su marido llegó una tarde, como siempre, tras el trabajo. Adela notó al instante su palidez.
“Todo bien, solo es el calor”, dijo él, quitándole importancia.
“Descansa, yo termino. Siéntate a la sombra”, le insistió Adela.
Él se sentó en el banco, apoyando la espalda contra la pared caliente de la casa, mirando cómo ella regaba con la manguera. Cuando Adela terminó y se acercó, supo al instante que algo iba mal. Parecía dormido. Pero al tocarlo, se desplomó de lado. Se había quedado dormido para siempre en aquel banco.
Ese otoño, Adela vendió el huerto. No podía volver. Siempre le parecía verlo allí, sentado. Su hijo la apoyó.
“Ya era hora. ¿Para qué sufrir si hoy todo se compra en el supermercado?”
Él viajaba con su mujer e hijos a la playa en verano. El dinero de la venta se lo dio a Alejandro. “Con dos niños, lo necesita más”. A ella le bastaba con la pensión. Quiso buscar trabajo, pero su hijo la disuadió.
“Ganarás cuatro perras y te gastarás el doble en nervios”, le dijo. Así hablaba siempre su marido.
“Hoy hace falta nervios de acero para ser profesora. Si echas de menos dar clases, ayuda a los nietos. Para lo que necesites, cuentas conmigo”.
Y así vivió, sola. Claro, echaba de menos las manos de un hombre en casa. Pero Alejandro llamaba a los técnicos si algo se rompía.
Los últimos años con su marido fueron tranquilos. Pero de jóvenes… ¡había de todo! Discutían tanto que casi se divorciaron. Él no era de esos que andan de juerga, pero una mujer siempre nota esas cosas. Una vez, explotó, le soltó todo y le señaló la puerta. “Por si acaso trae algo raro a casa”.
Él hizo la maleta y se sentó un momento en el sofá. Justo entonces llegó Alejandro del colegio. Tenía trece años. Vio a su padre con la maleta y lo entendió todo. Ya era mayor, escuchaba y sabía. Las peleas también le cansaban.
“¿Me vas a odiar?”, le preguntó su padre.
“Sí”, respondió el chico, y se encerró en su habitación dando un portazo.
“No puedo hacer esto”, murmuró su marido, golpeándose las rodillas con las manos. Se levantó y empujó la maleta detrás del sofá. “¿Me das de cenar?”, preguntó, sin mirarla.
Adela estaba cansada de peleas. ¿Qué más daba si se iba hoy o mañana? Mejor así. Que se fuera mientras ellos estaban en el trabajo y el colegio. Puso la mesa, llamó a Alejandro. Cenaron en silencio.
Al día siguiente, Adela no tuvo prisa por volver a casa. Pero al llegar, corrió a mirar detrás del sofá. La maleta había desaparecido. Un nudo le apretó el estómago. Se quitó el abrigo despacio, y al levantar la vista… ¡ahí estaba la maleta, en el altillo! Abrió el armario: las camisas y pantalones de su marido colgaban en su sitio. Respiró aliviada.
Pero cuando él llegó, le soltó con sorna: “Has deshecho la maleta muy pronto, no vaya a ser que tengas que volver a hacerla”.
Él no contestó, pero desde entonces ya no se quedaba tarde en el trabajo. Si ocurría, llamaba. Las peleas fueron menos, y los últimos años vivieron en armonía. “Ojalá hubiéramos sido así desde el principio”.
Adela prefería recordar lo bueno. ¿De qué servía lo otro? Los resentimientos se fueron con él. Claro, a veces la invadía la tristeza, pero pasaba pronto.
La soledad tenía sus ventajas. Limpiaba menos. ¿Quién iba a ensuciar? CocinaY mientras removía los tulipanes en el jarrón, sintió que, por primera vez en años, el futuro no era solo un camino solitario, sino un mar de posibilidades que brillaban bajo el sol de Adela.