**8 de Marzo**
Desde por la mañana, a Marisa la perseguía la sensación de que algo iba a pasar. Aunque todo lo que tenía que ocurrir ya había ocurrido: el amor, la familia… y ahora estaba sola. Su marido, con quien vivió treinta y seis años, falleció dos años atrás. Su hijo tenía su propia vida, dos niños, todos sanos. «Será el ambiente de fiesta», pensó. Mañana era el Día de la Mujer.
Entonces, recordó a Antonio. Nadie le traería mimosa ni claveles. Pero, ¡qué tontería! ¿Y su hijo, Pablo? Seguro que pasaría a felicitarla.
Antes tenían una casita en las afueras, un pequeño terreno en Alpedrete. Lo compraron sus padres tras la crisis de los noventa. Mientras trabajaba, solo iba los fines de semana. Pero al jubilarse, pasaba allí todo el verano, volviendo a Madrid solo para lavar la ropa o hacer la compra.
Aquel verano fue tórrido, sin lluvia. Había que regar todos los días. Antonio llegó el viernes, como siempre. Marisa notó su palidez.
—Estoy bien, solo es el calor —se defendió él.
—Descansa un poco, ya termino yo —le dijo, señalando el banco de madera bajo la sombra del almendro.
Él se sentó, apoyando la espalda en la cálida pared de la casa, mirándola mientras ella regaba. Cuando Marisa acabó y se acercó, supo al instante que algo iba mal. Parecía dormitar… pero al tocarlo, se desplomó. Murió allí, en el banco, como si cerrara los ojos para una siesta eterna.
Ese otoño, vendió la casita. No soportaba volver. Siempre lo veía, quieto en el banco. Pablo la apoyó.
—Mejor así, mamá. ¿Para qué matarse en el huerto si todo se compra en el Mercadona?
Él y su familia se iban de vacaciones a la playa. El dinero de la venta se lo dio a su hijo. «Él lo necesita más», pensó. Con su pensión, le bastaba. Quiso buscar trabajo, pero Pablo la disuadió:
—Ganarás cuatro duros y te dejarás los nervios. Papá siempre lo decía.
—Pero me aburro.
—Pues cuida de los niños. Si necesitas algo, yo estoy aquí.
Y así vivió. Claro, echaba de menos las manos de Antonio. Pero Pablo llamaba a los fontaneros si algo se rompía.
Los últimos años con su marido fueron tranquilos. Pero de jóvenes… ¡vaya disgustos! Casi se separan una vez. Él no era infiel, pero las mujeres notan esas cosas. Un día, estalló. Le echó en cara todo y le señaló la puerta.
Antonio hizo la maleta, se sentó en el sofá… y entonces, Pablo volvió del instituto. Tenía trece años, pero ya entendía todo.
—¿Me odiarás? —le preguntó su padre.
—Sí —contestó el chico, cerrando la puerta de su habitación de un portazo.
Antonio se levantó, arrastró la maleta detrás del sofá.
—¿Me darás de cenar? —preguntó, sin mirarla.
Esa noche comieron en silencio.
Al día siguiente, Marisa volvió tarde del colegio donde trabajaba. Miró detrás del sofá: la maleta había desaparecido. El corazón le dio un vuelco. Hasta que la vio en el altillo, guardada.
Cuando Antonio llegó, ella le soltó con sorna:
—Menos mal que deshiciste la maleta, no vaya a ser que la necesites otra vez.
Él no contestó, pero desde entonces, si se retrasaba, avisaba. Con los años, las peleas cesaron. Ojalá hubieran sido así desde el principio.
Ahora, prefería recordar solo lo bueno. ¿De qué servía guardar rencor? La soledad tenía ventajas: menos limpieza, comidas sencillas… y ¡podía ver lo que quisiera en la tele! Antonio solo veía fútbol y noticias. Ella, en cambio, se tumbaba en el sofá como una reina.
Pensó en adoptar un gato, pero la idea del pelo por toda la casa le echó para atrás.
Mañana era 8 de Marzo. ¿Un pastel? Pero… ¿para quién? Mejor haría magdalenas de chocolate, a los nietos les encantaban.
Cansada, se quedó dormida frente al televisor. Hasta que el timbre la sobresaltó.
¿Pablo? No, él tenía llave.
Se arregló el pelo frente al espejo y abrió la puerta. Un desconocido, con un ramo de claveles, la miraba. Ni feo ni guapo, de su edad, canas en el pelo, bien vestido. Nada especial.
—¿Busca a alguien? —preguntó Marisa.
—A Lucía, por favor —sonrió él.
—Aquí no vive ninguna Lucía. Se equivoca.
El hombre frunció el ceño.
—Es la calle Mayor, número 20, piso…
—Sí, es mi dirección. Pero Lucía nunca ha vivido aquí.
—No puede ser.
—Pues es así. Llevo décadas en este piso.
Él suspiró, desconcertado.
—Debo haberme confundido.
Marisa cerró la puerta, pero él volvió a llamar.
—¡No soy un ladrón! Solo quería dejarle las flores. No las voy a tirar a la basura.
Al final, las aceptó.
El hombre, llamado Javier, le contó su historia: viudo, dueño de una casa en Almuñécar, donde acogía turistas. El año pasado, conoció a Lucía, una huésped que le robó el corazón. Le dejó su dirección… pero al perder el papel, solo recordaba esta.
—Quizá se inventó la dirección —sugirió Marisa.
Javier se encogió de hombros.
—No la buscaré. Si quisiera verme, habría llamado.
Se despidió, pero antes le dejó su teléfono.
—Si alguna vez quiere escapar al mar, mi casa está abierta.
Esa noche, Pablo llegó con un ramo enorme de claveles holandeses. Al ver el modesto ramo de Javier, frunció el ceño.
—¿Tienes visitas, mamá?
Le contó lo de Javier.
—¡Podría ser un estafador!
—No lo es —dijo Marisa, segura.
Dos días después, Javier llamó.
—Solo quería decirle que llegué bien. Y que… la espero.
Marisa sonrió. Tal vez sí merecía un viaje al mar. Quién sabe…
Al final, mezcló ambos ramos en un jarrón. «Así es mejor», pensó.
**Lección:** A veces, la vida llama a tu puerta cuando menos lo esperas. Y aunque el pasado duela, siempre queda espacio para algo nuevo. Aunque sea un simple ramo de flores… o la brisa del mar.