Por favor, hijita, ten compasión de mí, llevo tres días sin probar bocado y no me queda ni un céntimo” —suplicaba la anciana a la tendera.

Por favor, hijita, ten compasión de mí. Llevo tres días sin probar ni un mendrugo de pan y no me queda ni un céntimo suplicaba la anciana a la dependienta.

Un viento gélido cortaba como navaja, colándose por las calles adoquinadas de Madrid como si quisiera recordar a todos que, en otro tiempo, esas mismas piedras habían pisado personas con el corazón caliente y la mirada honesta.

Entre fachadas descoloridas y carteles pelados, se erguía una mujer mayor, su rostro surcado de arrugas como si cada una contara una historia de lucha, resistencia y sueños rotos. En sus manos, un bolso raído lleno de botellas vacías, los últimos restos de una vida que se esfumaba. Sus ojos brillaban húmedos, y las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas, sin prisa por secarse en aquel frío cortante.

Te lo pido, hija mía susurró con voz quebrada como una hoja al viento. Tres días sin pan. Ni un euro ni para un trozo de barra.

Sus palabras quedaron flotando en el aire, pero tras el cristal del mostrador, la panadera negó con la cabeza, indiferente. Su mirada era fría, tallada en hielo.

¿Y qué quieres que haga? respondió con irritación. Esto es una panadería, no un punto de reciclaje. ¿No ves el cartel? Las botellas se llevan al contenedor, y ahí te dan dinero para pan, para comer, para vivir. ¿O es que no sabes leer?

La anciana se quedó desconcertada. No sabía que el punto verde cerraba al mediodía. Llegó tarde. Demasiado tarde para esa mínima oportunidad que quizá le hubiera salvado del hambre. Antes, jamás se le habría ocurrido rebuscar botellas. Había sido maestra, una mujer culta, con dignidad y orgullo intactos incluso en los peores momentos. Pero ahora ahora estaba ahí, frente a un quiosco, sintiendo el amargo regusto de la vergüenza.

Bueno dijo la dependienta, algo más suave, deberías madrugar más. Mañana, si traes las botellas temprano, ven, y te daré algo.

Hijita rogó la mujer, dame aunque sea un trozo Te lo pagaré mañana. Me tiemblan las piernas No aguanto más.

Pero en los ojos de la panadera no había ni un atisbo de piedad.

No cortó secamente. Esto no es una ONG. Yo tampoco llego a fin de mes. Si ayudara a todos los que vienen pidiendo, me quedaría en la calle. Déjame trabajar, que hay cola.

Cerca, un hombre con gabardina negra parecía perdido en sus pensamientos, ajeno al mundo. La panadera cambió al instante, como si en lugar de un cliente cualquiera, hubiera entrado el rey de España.

¡Buenos días, don Javier! exclamó, radiante. Hoy tenemos su pan preferido, el de nueces y pasas. ¡Y las magdalenas recién hechas, de limón! Las de chocolate son de ayer, pero están buenísimas.

Buenos días respondió él, distraído. Deme el pan de nueces y seis magdalenas de chocolate.

¿De limón? insistió ella, sonriente.

Da igual murmuró. De limón, si quiere.

Sacó una cartera abultada, entregó un billete y, al volverse, su mirada se cruzó con la anciana, que seguía en la sombra. Algo en su rostro le resultaba familiar. Demasiado familiar. Pero la memoria se resistía. Solo un detalle llamó su atención: un viejo broche en forma de flor, prendido en su chaqueta raída. Había algo en él algo que le removió el alma.

El hombre subió a su coche, dejó la bolsa en el asiento y arrancó. Su oficina estaba cerca, en un edificio moderno pero discreto. Javier Méndez, dueño de una cadena de tiendas de electrónica, había empezado desde cero en los años noventa, cuando España se reinventaba y cada peseta costaba sudor. Gracias a su tesón, había levantado un imperio sin padrinos ni enchufes.

Su casa un chalet en La Moraleja bullía de vida: su mujer, Lucía, sus dos hijos, Álvaro y Mateo, y pronto nacería su hija pequeña. Fue la llamada de Lucía la que le sacó de sus cavilaciones.

Javi dijo, preocupada, el colegio ha llamado. Álvaro se ha peleado otra vez.

Cariño, hoy no puedo susurró. Tengo una reunión clave con un proveedor. Sin ese contrato, perdemos medio millón.

Pero yo no puedo ir sola protestó ella. Estoy embarazada, agotada

No vayas decidió él. Iré más tarde. Y Álvaro que se prepare el discurso.

Nunca estás murmuró ella. Sales antes de que se levanten, llegas cuando ya duermen

Es el trabajo respondió, con un pellizco de culpa. Pero es por vosotros. Por ti, por los niños, por la princesa que viene en camino.

Perdona susurró ella. Es que a veces te echo de menos.

Javier pasó el día en la oficina y llegó a casa cuando los niños ya dormían. Lucía lo esperaba en el salón, arrepentida. Él negó con la cabeza.

Tienes razón admitió. Trabajo demasiado.

Ella le ofreció calentar la cena, pero él rechazó.

Ya comí en el trabajo. Traje magdalenas de limón, de esa panadería. Están increíbles. Y pan de nueces

A los niños no les gustó confesó Lucía. Ni lo probaron.

Javier se quedó pensativo. La imagen de la anciana volvió a su mente. Algo en ella ese porte, esa mirada, el broche Y de pronto, como un relámpago, lo recordó.

¿Será posible? murmuró. ¿¡Doña Carmen!?

El corazón le dio un vuelco. Recordó la escuela, el aula, sus explicaciones de matemáticas con paciencia infinita. Recordó cómo ella, viendo que él pasaba hambre, inventaba trabajos para él: “Ayúdame a ordenar los libros”, “riega las plantas”. Y después, sin falta, aparecía en su mesa un bocadillo. Y ese pan casero, dorado, con aroma a hogar.

Tengo que encontrarla decidió.

Al día siguiente, un amigo de la policía local le dio su dirección.

El domingo, con la agenda más tranquila, Javier fue a verla. Llevó un ramo de claveles y rosas y se dirigió al barrio antiguo, ahora invadido por bloques de pisos impersonales.

Ella abrió la puerta. Demacrada, pero con la misma dignidad. Casi no la reconoció.

Buenas tardes, doña Carmen dijo, conteniendo la emoción. Soy Javier Méndez. Quizá no me recuerde

Te recuerdo, Javi respondió ella, suave. Te vi en la panadería. Pensé que quizá te daba vergüenza reconocerme.

¡No! exclamó él. Es que no caí Perdóneme.

Ella lloró. Él le tendió las flores. Ella las tomó con manos temblorosas.

La última vez que me regalaron flores fue hace cuatro años el Día del Maestro. Me jubilaron “por edad”. Y la pensión no llega hasta la semana que viene. Ni siquiera puedo ofrecerte un café

He venido a buscarla dijo Javier, firme. Tengo una casa grande. Mi mujer, dos niños, y pronto una niña. Quiero que viva con nosotros. Como familia.

No, Javi No puedo

Rate article
MagistrUm
Por favor, hijita, ten compasión de mí, llevo tres días sin probar bocado y no me queda ni un céntimo” —suplicaba la anciana a la tendera.