Por favor, hijita, ten compasión de mí. Llevo tres días sin probar bocado y no me queda ni un céntimo rogaba la anciana a la panadera.
Un viento gélido de invierno cortaba como navaja, recorriendo las calles empedradas de Toledo, como si quisiera recordar los tiempos en que aún habitaban almas generosas y miradas llenas de humanidad.
Entre los muros encalados y los carteles desgastados por el tiempo, una mujer mayor, con el rostro surcado de arrugas que contaban historias de lucha y desesperanza, apretaba entre sus manos un bolsillo de tela raído, lleno de botellas vacías, los últimos vestigios de una vida que ya no era. Las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas, sin prisa por secarse en el aire helado.
Te lo suplico, hija mía musitó con voz quebradiza. Tres días sin comer. No tengo ni un euro ni para un mendrugo de pan.
Sus palabras quedaron flotando en el aire, pero tras el cristal del puesto, la panadera negó con la cabeza, su mirada fría como el mármol.
¿Y qué quieres que haga? replicó con irritación. Esto no es un punto de reciclaje. Mira el cartel: las botellas se cambian en el contenedor verde, y allí te dan dinero para pan, para comida, para vivir. ¿Es que no lo sabes?
La anciana se quedó desconcertada. No sabía que el punto de reciclaje cerraba al mediodía. Llegó tarde. Demasiado tarde para esa mínima esperanza que podría haber calmado su hambre. Antes, jamás se le habría ocurrido rebuscar botellas. Había sido maestra, una mujer culta, de porte digno y honor intacto incluso en los peores momentos. Pero ahora ahora estaba ahí, frente a un quiosco, sintiendo el amargo sabor de la vergüenza.
Bueno dijo la panadera, suavizando un poco el tono, deberías madrugar más. Mañana, si traes las botellas temprano, te daré algo.
Hijita rogó la mujer, dame aunque sea un trozo de hogaza Te lo pagaré mañana. Me siento débil No aguanto más.
Pero en los ojos de la panadera no había rastro de piedad.
No cortó secamente. Aquí no damos limosna. Yo apenas llego a fin de mes. Si ayudo a uno, vienen cientos. No me hagas perder tiempo, tengo cola.
Cerca, un hombre con un abrigo oscuro parecía absorto en sus pensamientos. La panadera cambió al instante, como si ante ella no hubiera un cliente cualquiera, sino alguien importante.
¡Buenos días, don Alejandro! exclamó con una sonrisa. Hoy tenemos su pan preferido, el de nueces y pasas. Y las magdalenas, recién hechas, de limón. Las de chocolate son de ayer, pero están igual de ricas.
Buenos días respondió él distraído. Deme el pan de nueces y seis magdalenas de chocolate.
¿De limón? insistió ella.
Da igual murmuró. De limón, si quiere.
Sacó su cartera, extrajo un billete de cincuenta euros y lo entregó en silencio. En ese momento, su mirada se detuvo en la anciana que permanecía a la sombra del quiosco. Su rostro le resultaba conocido. Pero la memoria se resistía a recordar. Solo un detalle llamó su atención: un broche antiguo en forma de rosa, prendido en su abrigo gastado. Había algo en él algo familiar.
Alejandro subió a su coche, dejó la bolsa en el asiento y partió. Su oficina, en las afueras de Madrid, era modesta. No le gustaba el derroche. Alejandro Ruiz, dueño de una cadena de tiendas de electrónica, había empezado desde abajo, en los difíciles años 80, cuando España se reinventaba. Con esfuerzo y tenacidad, había construido un imperio sin favores ni atajos.
Su hogar, una casa amplia en las afueras, bullía de vida. Vivían allí su esposa Marta, sus dos hijos, Lucas y Javier, y pronto nacería su hija pequeña. Fue la llamada de Marta la que lo sacó de sus pensamientos.
Alejandro dijo con preocupación, el colegio ha llamado. Lucas se ha peleado otra vez.
Cariño, no sé si podré suspiró. Tengo una reunión clave con un proveedor. Sin ese contrato, perdemos mucho.
Pero no quiero ir sola susurró ella. Estoy embarazada, cansada Necesito que estés ahí.
No vayas dijo él. Prometo ocuparme. Y Lucas aprenderá a comportarse.
Nunca estás en casa murmuró ella. Sales antes de que los niños se levanten y vuelves cuando ya duermen. Me preocupas.
Es por la familia respondió, sintiendo un peso en el pecho. Por ti, por los niños, por nuestra hija, que pronto nacerá.
Perdóname susurró ella. Es que te echo de menos.
Alejandro pasó el día en la oficina. Al volver, los niños ya dormían y Marta lo esperaba en el salón. Se disculpó por sus palabras, pero él negó.
Tienes razón dijo en voz baja. Trabajo demasiado.
Ella le ofreció calentar la cena, pero él rechazó.
Ya comí. Traje magdalenas de limón, de esa panadería. Están deliciosas. Y el pan de nueces
A los niños no les gustó comentó Marta. Ni siquiera lo terminaron.
Alejandro se quedó pensativo. La imagen de la anciana volvió a su mente. Algo en ella le perturbaba. De pronto, como un relámpago, lo recordó.
¿Será posible? susurró. ¿¡Doña Carmen!?
El corazón le dio un vuelco. Recordó todo. La escuela, el aula, sus ojos severos pero llenos de bondad. Recordó cómo ella, su maestra, le enseñaba matemáticas con paciencia. Él, un niño humilde, vivía con su abuela en un piso pequeño donde a veces faltaba el pan. Y ella siempre lo notaba. Inventaba tareas para él: ayudar en clase, ordenar libros. Y después, sin falta, aparecía en su mesa un bocadillo. Y ese pan su pan, hecho en horno de leña, con aroma a hogar.
Debo encontrarla decidió.
Al día siguiente, un amigo de la policía local le dio su dirección.
El domingo, cuando por fin tuvo tiempo, Alejandro fue a verla. Llevó un ramo de claveles y rosas y se dirigió al barrio antiguo, donde los bloques de pisos habían reemplazado las casas de antaño.
Ella abrió la puerta. Su rostro estaba demacrado, pero mantenía una dignidad inquebrantable.
Buenas tardes, doña Carmen dijo, conteniendo la emoción. Soy Alejandro Ruiz. Quizá no me recuerde
Te recuerdo, Alejandro respondió ella en voz baja. Te vi en la panadería. Pensé que te daba vergüenza reconocerme.
¡No! exclamó él. Solo que no caí en seguida Perdóneme.
Ella lloró. Él le entregó las flores. Las tomó con manos temblorosas.
La última vez que me regalaron flores fue hace años el Día del Maestro. Me jubilaron antes de tiempo. La pensión no llega hasta la semana que viene. No puedo ofrecerte ni un café
He venido a buscarla dijo Alejandro con firmeza. Tengo una casa grande. Mi esposa, mis hijos, y pronto nacerá nuestra hija. Quiero que viva con nosotros. Como familia.
No, Alejandro No puedo
Sí puede