Por favor, devuélveme a mi hijo. Te daré todo lo que desees, susurró Nadia con su último aliento.

**Diario de un padre**

—Por favor, devuélveme a mi hijo. Te daré lo que quieras— susurró Nadia con los últimos hilos de su voz.

—No te preocupes por tu padre. Solo tiene cuarenta y tres. ¿Crees que va a llorar a tu madre para siempre? No seas ingenua. Según las estadísticas, hay más mujeres solteras que hombres. Alguna solitaria lo recogerá como un guante. Así que vámonos a Madrid, no le estorbes para recomponer su vida. ¿O prefieres que pase sus días solo?

Vivían en un pueblo pequeño de las afueras de Madrid. Cuando las chicas estaban en segundo de bachillerato, la madre de Nadia fue atropellada. Ella y su padre sufrieron mucho la pérdida. Nadia asumió las tareas del hogar, pero no descuidó los estudios y sacó buenas notas en la selectividad.

Alicia soñaba con escapar del pueblo e irse a la capital, y no paraba de insistir a Nadia para que la acompañara.

—Mi padre aún no supera lo de mamá. ¿Y si me voy? No, no lo dejaré solo— se negaba Nadia.

—No exageres. Solo tiene cuarenta y tres. ¿Piensas que va a pasar el resto de su vida llorando? Ya verás, alguna mujer soltera lo pescará pronto. Así que vámonos a Madrid, déjalo reconstruir su vida. ¿O quieres condenarlo a la soledad?

Las palabras crueles de su amiga le clavaron como un puñal. Pero, por doloroso que fuera, había verdad en ellas. Así que Nadia habló con su padre.

—Vete, hija. No temas, yo saldré adelante. Madrid no está tan lejos. Si no te gusta, siempre puedes volver. ¿Qué vas a hacer aquí?

Y Nadia se fue con Alicia a la capital. Tenía notas para entrar en la universidad, pero Alicia no. Y Nadia no quería dejarla sola. Por compañerismo, entraron juntas en una escuela de magisterio. Más tarde, podría estudiar a distancia mientras trabajaba. Compartían habitación en una residencia.

Al principio, Nadia volvía cada fin de semana. Pero después de Año Nuevo, notó un cambio en su padre: estaba más alegre, arreglado, y en la nevera había sopa y albóndigas. ¿Las habría hecho él?

Con cierta vergüenza, su padre admitió que era obra de la vecina, Lucía, y que… bueno… Nadia lo tranquilizó, diciendo que lo entendía y que incluso estaba contenta por él. Se dio cuenta de que, cuando ella visitaba, Lucía no aparecía.

—¿Qué hacéis como niños? Vivid juntos, no me molesta.

Pero dejó de ir tan a menudo para no incomodarlos.

Alicia apenas estudiaba, faltaba a clase, salía por la noche de fiesta y a veces ni aparecía. Nadia la cubría, ayudándola con los trabajos.

—¿Vas a dejar que te echen? ¿O prefieres quedarte embarazada? —intentaba hacerla entrar en razón.

—Madre mía, qué pesada. Tranquila, lo tengo controlado. No quiero hijos. ¿Y tú? ¿Sigues de la mano de tu Pablo? —respondía Alicia, despreocupada.

Aprobó los exámenes de segundo curso por los pelos, gracias a Nadia. Últimamente estaba seria, distraída, como si algo la perturbara.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? —preguntó Nadia en el tren de vuelta al pueblo.

—¿Qué? Pues que estoy embarazada —confesó Alicia.

—Te lo dije. ¿Y ahora qué? —exclamó Nadia.

—No lo tendré. Oye, pídele dinero a tu padre para un aborto. Mi madre no me dará ni agua.

—¿Estás loca? ¿No usaste protección? ¿No decías que lo tenías controlado?

—No grites. Fueron un par de veces… ¿Le pedirás el dinero?

—Ni loca. Podrías quedarte estéril. Háblalo con el padre. Que se case.

Alicia apretó los labios.

—Ya lo hice. Salió corriendo. Mi madre me matará. Me crió sola, siempre repitiendo que no cometiera sus errores. Y yo… —miró por la ventanilla.

—Bueno, se enfadará, pero cuando vea al bebé, se derretirá —dijo Nadia, práctica.

—No conoces a mi madre. Primero me mata. Nádia, por favor, ayúdame.

—Vale, lo intentaré —suspiró.

Su padre le habría dado el dinero. Pero Nadia no se atrevió a pedírselo. No podía ser cómplice de eso. Pensó que, con el tiempo, despertaría el instinto maternal de Alicia. Daría a luz en primavera, faltaban pocos meses para terminar. Y ella la ayudaría. Alicia acabaría agradeciéndole no haber abortado.

Le dijo la verdad: no había pedido el dinero.

—¿Y dices que eres mi amiga? Traidora… —gritó Alicia.

Pero no abortó. El pueblo era pequeño, todos se conocían, y temía que alguien le contara a su madre. Cuando volvieron a Madrid en septiembre, ya era tarde.

En Navidad, Alicia no regresó. La barriga ya se notaba. Pero su madre apareció de repente, como si presintiera algo. Alicia la vio a tiempo y se escondió, dejando que Nadia la cubriera.

—Trabaja en un colegio, gana experiencia —mintió Nadia, sonrojada.

La madre se fue, decepcionada, dejando una bolsa de dulces.

—¿Por qué hiciste eso? Al menos te trajo regalos. Si le hubieras dicho la verdad, habría gritado, pero se le habría pasado.

—Sí, claro. Con esta tripa, ¿sabes lo que habría hecho? No. Quiero tenerlo ya. Lo dejaré en el hospital. ¿Qué voy a hacer sola con un niño?

—Deberías haberlo pensado antes. ¿Cómo puedes hablar así? Él te oye.

—Pues si eres tan santa, quédate con él —espetó Alicia—. Otra madre Teresa.

A finales de febrero, Nadia despertó con los gemidos de Alicia, retorciéndose en la cama.

—¿Ha empezado? —llamó a una ambulancia.

—Oye, Orozco, con un niño no puedes volver aquí —avisó la portera.

Tres días después, Alicia volvió sola.

—¿Dónde está el bebé? ¿Lo dejaste? ¿Cómo pudiste?

—Déjame en paz. Estoy harta. —Se dio la vuelta en la cama.

Una semana después, mientras Nadia estaba en clase, Alicia recogió sus cosas y se fue. Nadia la llamó, pero Alicia contestó alegre: todo iba bien. Que la perfeccionista de Nadia siguiera estudiando, a ella ya le aburría. No volvieron a verse.

Tras terminar magisterio, Nadia volvió al pueblo con el niño. Su padre vivía con Lucía y alquilaban el piso de ella, pero al llegar Nadia, lo dejaron para ella. Todos contentos: cerca, pero no juntos.

Pasaron cuatro años.

Nadia trabajaba en una guardería para estar con Adrián. Una tarde, volvían a casa bajo la nieve. Él saltaba en los montones mientras ella le regañaba: se mojaría y cogería un resfriado.

—¡Nadia! ¡Cuánto tiempo! —escuchó una voz conocida.

En la mujer elegante con abrigo de piel no reconoció al instante a Alicia. A su lado, un hombre.

—¿No te alegras? Soy yo, Alicia.

—Es difícil reconocerte. ¿Has venido a ver a tu madre? —Nadia no apartaba la vista de Adrián.

—Sí. Este es mi marido, David. ¿Es tu hijo? —Alicia señaló al niño—. Vaya, al final Pablo te convenció, ¿eh? —rió.

—Hace frío, y Adrián está empapado. Perdona, tenemos que irnos. —Lo apartó de allí rápidNunca más volvió a ver a Alicia, pero esa noche, mientras abrazaba a Adrián, comprendió que el amor de madre no se mide en sangre, sino en los brazos que te recogen cuando el mundo te abandona.

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Por favor, devuélveme a mi hijo. Te daré todo lo que desees, susurró Nadia con su último aliento.