**Por Amor**
—Oiga, señorita, ¿sabe dónde está la calle Cervantes? Llevo media hora dando vueltas y nadie me orienta.
Delante de Lucía se plantó un chico atractivo con una enorme bolsa negra al hombro.
—¿Es esa su técnica para ligar? —preguntó ella, arqueando una ceja.
—Me llamo Rodrigo. ¿Y usted?
—Isabel —mintió Lucía con una sonrisa burlona y siguió caminando, pero el chico la alcanzó.
—De verdad, necesito encontrar esa calle. Un amigo se casa y no conozco la ciudad.
Lucía reparó entonces en su camisa a cuadros, los pantalones holgados—nada de ajustados, como llevan ahora—y aquella bolsa de viaje. Se notaba que era de fuera.
—Siga recto y, en el semáforo, gire a la derecha. Es la segunda callejuela. Ahí está Cervantes —respondió, suavizando el tono.
—Gracias. —Rodrigo sonrió, y su rostro se iluminó—. Pero, ¿cómo se llama en realidad?
—¿Y usted?
—A mi madre le encanta García Lorca, por eso me puso Rodrigo. Podría haber sido Pepe, como en los poemas, ¿no? —Se rio de su propio chiste.
Lucía nunca había oído reír a un chico así, con esa carcajada sincera, de esas que salen del alma.
—No sé si a mi madre le gusta Lorca, pero me llamó Lucía —contestó, riendo también.
—¿Quiere acompañarme mañana a la boda? Mi amigo se casa y no conozco a nadie aquí —rogó él, con una mirada llena de esperanza.
Ella dudó. Parecía sincero, agradable…
—Lo siento, tengo un examen. Debo estudiar —intentó marcharse de nuevo.
—Déme su número y me voy. ¿Cómo le aviso la hora de la boda si no?
—¿Y yo he dicho que iría con usted? —preguntó Lucía, sorprendida.
—No, pero… ¿Es usted universitaria? Déjeme adivinar… —Hizo un gesto pensativo—. Medicina.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Mi madre dice que los más bondadosos son los maestros y los médicos. No me iré hasta que me dé su número. La seguiré hasta su casa, me plantaré en medio de la plaza y gritaré su nombre.
Al final, Lucía, resignada, se lo dictó.
—¡La llamaré! —gritó él mientras ella se alejaba.
**—
La madre de Rodrigo soñaba con que su hijo estudiara. Pero no alcanzó la nota para una plaza pública, y en la privada no había dinero. Él, como todo chico, prefería el fútbol a los libros.
Vivían en un pueblo pequeño, con un solo colegio donde su madre daba clase de Lengua. Hasta el médico venía solo dos veces por semana; para algo serio, había que ir a la capital.
Rodrigo empezó a trabajar en el taller mecánico de un amigo de su padre. «Ya estudiaré después del servicio militar», decía. Las chicas le miraban, pero ninguna le había robado el corazón. Su padre murió en un incendio. Era albañil y había construido una casa grande y hermosa para su familia.
Una tarde, volviendo a casa, vio el humo saliendo de una ventana. Aquel verano, con tanto calor, los incendios eran frecuentes. Una mujer corrió hacia él, suplicando ayuda: había salido un momento y su hijo seguía dentro…
Las llamas ya lamían los marcos. La puerta, cerrada por dentro. Su padre rompió la ventana y desapareció entre el fuego. Encontró al niño rápido—por suerte, estaba en esa habitación—, pero el pequeño ya no respiraba bien. Lo sacó por la ventana, pero él no logró salir.
Resultó que el marido, borracho, había encerrado a su mujer fuera, se tumbó a fumar en la cama…
**—
Al día siguiente, Rodrigo llamó a Lucía. Le preguntó por el examen, le recordó la boda.
Era sábado, sin clases, y Lucía aceptó. Era mayo, cálido. Los últimos pétalos del almendro alfombraban el suelo como copos de nieve. Cuando Rodrigo la vio salir, se quedó sin aliento.
Tras la boda, la acompañó a casa. Hablaron, se besaron en el portal.
—Me voy mañana. Ven a mi pueblo. Es precioso. Desde el campanario se ve todo el valle. Tenemos casa propia, mi padre la construyó. El río divide el pueblo en dos.
Con mi padre, íbamos a pescar al amanecer. El rocío, la niebla sobre el agua, el silencio… Traíamos percas, bogas… Hasta una lubina enorme —abrió los brazos—. Bueno, no tanto. En la mili, soñaba con volver…
—¿Por qué no estudiaste a distancia? —preguntó Lucía.
—Mi madre cree que hay que estudiar en serio. Pero creo que quería que me fuera del pueblo. Allí no hay trabajo. Ven después de los exámenes. Verás qué bonito es.
No querían separarse. Habrían hablado toda la noche, pero Rodrigo notó que ella tiritaba.
A la mañana siguiente, ya en el autobús, le escribió: «Te echo de menos. Te espero». Lucía, desayunando, leyó el mensaje y sonrió.
—¿Es ese chico de ayer? —preguntó su madre.
—¿Nos viste?
—Claro. ¿Quién es? ¿También estudia?
—Sí, en la politécnica —mintió Lucía.
Sabía que su madre quería lo mejor para su única hija. No le gustaría saber que Rodrigo era mecánico en un pueblo perdido.
**—
Pasaron semanas hablando por teléfono, videollamadas hasta tarde. Un finde, Rodrigo escapó a verla. En el pueblo, con tantos veraneantes, el taller estaba a tope. Esa misma noche, tomó el último autobús.
—Prometiste venir. Te espero —le dijo al despedirse.
Lucía terminó los exámenes y anunció a sus padres que visitaría a una amiga.
—¿Qué amiga? Nunca has tenido amigas de fuera —cuestionó su madre.
—Pues ahora sí. Allí hay un río, paisajes preciosos…
—¿Vas a pescar? —ironizó la madre—. Vaya novedad.
—Déjala. Es mayor —intervino el padre—. Yo tampoco me negaría a un día de pesca.
—Me voy, gracias, mamá —la besó en la mejilla antes de que empezara la discusión.
Al día siguiente, su padre la llevó a la estación.
—No vas a ver a ninguna amiga, ¿verdad?
—No se lo digas a mamá. No te preocupes, no haré tonterías.
—Confío en ti. Llama.
—Sí, papá. Gracias —le dio un beso y subió al autobús.
**—
Rodrigo la esperaba. Su mano pequeña desaparecía en la suya mientras caminaban hacia su casa. El pueblo era hermoso. Lucía temía la reacción de su madre—no era su novia, pero vivirían bajo el mismo techo.
Esperaba una casa humilde, pero era una casRodrigo y Lucía construyeron una vida juntos, demostrando que el amor verdadero no conoce de obstáculos ni distancias.