No quiero ir con papá La tía Lilia dijo que papá ya no me quiere Miguel se abrazó las rodillas y escondió el rostro entre ellas, sentado en la cama.
Isabel permaneció quieta. Todo parecía igual que siempre. El pijama arrugado con dibujos de coches, la mochila llena de juguetes en un rincón, la chaqueta sobre la silla. Todo tan familiar y acogedor. Solo que su hijo no corría por la casa como un torbellino, sino que se había encogido en un rincón, hecho un ovillo.
Hoy debía ir a casa de su padre, pero de repente rogaba quedarse. Si lo pensaba bien, desde hacía tiempo empezaba a ver esas visitas con menos entusiasmo. Isabel había intentado convencerle, pero Miguel le había soltado de golpe que Lilia, la nueva novia de Javier, lo humillaba.
Miguel La mujer se sentó con cuidado a su lado. Cuéntame, por favor, ¿qué pasó?
Calló. Luego alzó un poco la cabeza y la miró de abajo arriba. Ya no parecía un niño de cinco años. En su mirada había un cansancio y una tristeza que parecían de adulto, de alguien a quien nadie creía.
Solo estaba jugando Ella se enfadó porque el juguete hacía ruido. Ese robot. ¿Te acuerdas? Me lo quitó y dijo que ellos tendrían otro niño, que papá me olvidaría. Y que sobraba. Y que si se lo contaba a alguien suspiró con fuerza, pensarían que miento. Porque la tía Lilia diría que no es verdad. Y ella es mayor. Le creerían a ella.
Hablaba despacio, entrecortado, casi llorando. En el corazón de Isabel ardía una mezcla de rabia, miedo y culpa por haber permitido que las cosas llegaran hasta ahí. Un nudo angustiado le apretaba la garganta. Miguel se giró y empezó a rascar la sábana con la uña. Isabel le tendió la mano.
Te creo. ¿Sabes por qué? Porque tú nunca mientes. Solo cuando escondes caramelos.
Resopló, pero no sonrió.
Papá la ha elegido a ella en vez de a mí
Papá simplemente no conoce toda la verdad dijo Isabel, intentando sonar firme. Pero lo entenderá. Seguro.
Cuando Isabel acostó a Miguel, decidió tomar una tila. En el silencio de la noche, recordó cómo había conocido a Lilia. Si es que podía llamarse conocer.
Hacía un año, había recibido un mensaje de un perfil anónimo: *«Buenas tardes. No me presentaré, solo sepa que deseo su bien. Si le interesa saber dónde pasa su marido las noches, acuda el lunes a las siete al restaurante de la calle Cervantes, número 8. Mesa junto a la ventana.»*
Entonces, Isabel aún se preguntaba quién se escondía tras la máscara del «bienhechor». Ahora lo sabía: era Lilia. Una bienhechora con aroma a podredumbre.
Aquella noche, Isabel lo vio todo. Javier, sentado frente a Lilia. Sus manos sobre la mesa. Los dedos entrelazados. Un beso en la mejilla. Él murmuró después algo sobre una reunión de negocios, sobre una amiga, y al final sobre «nada serio». Pero Isabel no estaba dispuesta a perdonar su traición.
Se separaron. Pero Miguel se quedó. Igual que Lilia, que no tardó en convertirse en la esposa de Javier.
Su imagen era impecable: educada, dulce hasta lo empalagoso, hábil con los niños. Todo junto. Incluso le regalaba juguetes a Miguel en Navidad. Puzles, juegos de dinosaurios, una vez un peluche grande de rana.
Pero esos regalos no eran para el niño, sino para Javier. Lilia no luchaba por el cariño del pequeño, sino por la atención del hombre. Su bondad era una herramienta, su sonrisa, un cebo. Y ahora, cuando su paciencia se agotó y en el horizonte asomaba la perspectiva de un hijo propio, Lilia cambió el tono.
Solo se equivocó en una cosa: Isabel podía renunciar a un hombre. Pero no a los sentimientos de su hijo.
En la nevera colgaba una lista de tareas, pero a Isabel no le importaba. Tenía una más para hoy. Muy importante. Hablar con Javier.
Miró la pantalla del teléfono un buen rato antes de pulsar el botón de llamar. Los tonos parecieron más largos de lo normal. Cuando su exmarido respondió, su voz tenía un dejo de irritación. Era tarde.
¿Algo urgente?
Urgente. Tenemos que hablar. De Miguel.
Se tensó al instante. Se notaba incluso por teléfono.
¿Qué pasa? ¿Está enfermo?
No. No quiere ir más contigo. Dice que Lilia le dice cosas horribles. Que tú ya no le quieres. Que tendrás otro niño y lo olvidarás.
Al otro lado, hubo silencio. Luego Javier habló afilado, con cierta rabia, como si ahora él fuera el acusado de ese comportamiento ruin.
Isabel, ¡no exageres! ¿De verdad crees que voy a creer esas mentiras? Otra vez lo mismo. Otra vez intentas meterte en mi vida y en mi relación con Lilia a través del niño.
No empiezo yo. Soy su madre. Y lo escucho. Tú, al parecer, no. La voz de Isabel sonó firme. Tenía miedo de decírtelo. Y, al parecer, con razón.
¡Lo estás usando! estalló él. Quieres que no venga más con nosotros. Que me sienta culpable y corra detrás de ti. Eres insoportable, Isabel. Simplemente insoportable.
No pudo responder de inmediato, por miedo a que la discusión degenerase en pelea. Le costaba contener la rabia. Las sienes le latían.
Ahí estaba Javier. No el peor padre, pero con los mismos aires de adolescente: todo el mundo está en su contra. Podía ser cariñoso con su hijo, sí. Pero cuando se trataba de Lilia, su cerebro parecía desconectarse.
Miguel alargó la mano para coger un osito de peluche del estante, e Isabel y Javier, por primera vez en mucho tiempo, intercambiaron una mirada de comprensión, sabiendo que, al final, el amor por él siempre los uniría.





