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Domar al marido. Relato

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Tras salir del hospital, Eugenia se sentía algo mejor, y pensaba retomar sus tareas cotidianas en cuanto amaneciera.

Pero al despertar, una sensación inesperada de rebeldía le invadió el pecho.

Su marido, Andrés, a esas horas ya estaba entregado a sus ejercicios matutinos.

Siempre había sido un hombre atlético, y ni siquiera la jubilación le había alejado de sus buenas costumbres. Cada mañana comenzaba con una serie de movimientos para aliviar los dolores de sus articulaciones.

Eugenia, habitualmente, lo primero que hacía era ir al encuentro de su gata Loles para limpiar su arenero.

Después alimentaba a su querida Loles y al incondicional Dimas, su perro, y recogía en el recibidor y en la cocina las huellas de las travesuras nocturnas de sus animales. Procuraba sacar pronto a pasear a Dimas, que siempre estaba impaciente.

A mediodía y por la noche, salían a caminar más tiempo ya junto a Andrés, dejándose envolver por la tranquilidad de los paseos por el Retiro. Pero por las mañanas, mientras su esposo se dedicaba a su rutina de salud, Eugenia tenía que apañarse sola con todo.

Regresaba por fin del paseo para encargarse de preparar un desayuno sencillo pero infalible: a veces requesón con miel y fruta seca, a veces tortitas, otras una simple tortilla francesa, huevos revueltos o pasados por agua.

Eugenia consideraba aquel ajetreo matutino como su dosis de ejercicio. Sin embargo, en el hospital, los médicos le insistieron en la importancia de practicar verdaderos ejercicios físicos, pues los quehaceres no podían suplir la necesidad de cuidar su cuerpo.

Andrés, en cambio, al terminar su rutina, dedicaba unos minutos a hacer la cama, protestando siempre que eso no es cosa de hombres y que todas las tareas de la casa recaían sobre él. Dos veces a la semana ponía la lavadora, aspiraba el suelo, y solía quejarse de que Eugenia, como siempre, no lo había hecho bien.

Finalmente, fregaba los platos tras el desayuno, considerando que así ayudaba todo lo posible a su mujer.

Eugenia, después de desayunar, se encargaba de la comida y luego se sentaba frente al ordenador.

Ya jubilada, seguía trabajando algunas horas, para no tener que estar contando los euros.

Andrés encontraba esas pequeñas ocupaciones ridículas, y consideraba un derroche el hecho de comprar ropa nueva: ¡si los armarios estaban repletos! Normalmente, Eugenia le daba la razón sin discutir.

A decir verdad, no era muy caprichosa con la ropa, sobre todo porque Andrés siempre destacaba lo bien que se conservaba en comparación con las mujeres de su edad. Y no ponía pegas si él gastaba en su tercer taladro o en alguna herramienta más comprada con los cuatro duros que ella ganaba.

Pero tras su repentina enfermedad, todo cambió radicalmente y hasta ella misma se sintió asustada.

La ambulancia la llevó al hospital tras desmayarse en la calle, cuando iba a comprar al mercado.

Los médicos casi no podían creer que siguiera en pie, viendo los resultados de su analítica: estaba fatal.

Incluso Andrés se asustó de verdad cuando la vio blanca como el papel, conectada a sueros, en la primera visita que le permitieron. Luego, en casa, apenas lograba sobrellevar las tareas, sorprendiéndose de la cantidad de cosas que había por hacer.

Y por supuesto, Andrés esperaba el alta de su querida mujer con ansias. Al fin y al cabo, la amaba sinceramente.

Los primeros días tras el regreso al hogar, Eugenia guardó reposo, obedeciendo al pie de la letra las indicaciones del médico. Su marido la mimaba y le preguntaba todo el tiempo:

¿Qué, Eugenia? ¿Ya te encuentras mejor? ¿Aún no del todo? Pues has recuperado el color, no estás tan pálida como aquella vez.

Y reía:

No te apoltrones demasiado o te olvidarás de andar. También es malo estar tanto tiempo acostada. ¿No crees que es hora de recuperar el ritmo?

Eugenia estaba de acuerdo con algunas cosas, pero no con todas. Y aquella mañana, al abrir los ojos, no sintió ninguna urgencia por lanzarse enseguida a la espiral de tareas domésticas.

Miró a Andrés, concentrado otra vez en sus ejercicios, y, por primera vez en mucho tiempo, no vio al esposo solícito, sino a alguien que, sin quererlo, volvía a cargarla con una responsabilidad agobiante.

Sintió en su interior una rebelión.

Recordó las palabras de la doctora, en aquel tono preocupado que ahora retumbaba en su cabeza como campanas:

No piensas en ti, y has acostumbrado a tu marido a que sea así. Cree que todo te resulta fácil y que nunca te cansas. Haces muchísimo con una sonrisa y sin quejarte. ¡Pero te han tenido que traer en ambulancia! Tus valores están tres veces por debajo de lo normal. ¿Te gustaría seguir viviendo?

Le pusieron suero de inmediato y le hicieron cinco transfusiones de sangre hasta que su análisis dio resultados normales.

Era la primera vez que le hacían transfusiones. Mientras observaba la sangre fluir a través del tubo, pensó:

Qué curioso, me han dado sangre de cinco personas desconocidas. Me han salvado la vida. Ahora llevo algo de ellos dentro ¿no es extraño? ¿Y si me cambia?

Y esas ideas tomaron más fuerza día a día.

Al regresar a casa, con una mezcla de sorpresa y alivio, Eugenia se dio cuenta de que ya no estaba dispuesta a sacrificarse tanto por Andrés.

Claro que lo quería y él también la quería. A pesar de sus quejas, hacía cosas que otros hombres ni se imaginarían. Pero le gustaba hacer notar la importancia de lo suyo, mientras restaba valor a lo de ella.

Antes, Eugenia se lo tomaba con paciencia, de naturaleza bondadosa. Pero ahora algo dentro de sí había cambiado.

De repente, sentía deseos de dedicarse más a sí misma y a sus aficiones de antes. Deseaba volver a tocar el piano, que estaba arrinconado y sin uso, o quizá entregarse a alguna pasión aún por descubrir.

Se levantó y, pensativa, comenzó a hacer unos ejercicios junto a Andrés. A él le sorprendió tanto que le soltó, extrañado:

¿No te habrán dejado tocada allí dentro, no? ¿Ahora te ha dado por el deporte? Si ya estás estupenda, anda, ve a dar de comer a la gata y el perro, y prepara el desayuno, que el estómago aprieta.

Me ha mandado el médico respondió Eugenia, con un tono inusualmente firme. Me dijo que, si no, no duraría mucho. ¿Tú quieres verme muerta?

Andrés quedó boquiabierto por su franqueza. Tal vez pensó que era una rareza pasajera, consecuencia del hospital, y prefirió callar cuando ella, tras los ejercicios, ordenó:

Ahora doy yo de comer a Loles y a Dimas, y luego tú sacas a Dimas a la calle. Mientras tanto, yo preparo el desayuno. Así es más rápido.

Ella misma se sorprendió internamente de lo rápido que él aceptó. Sentía una mezcla de extrañeza y seguridad.

Era como si, de repente, cinco fuerzas nuevas la impulsaran y le susurraran que tenía derecho a tirar esos viejos vestidos y comprarse unos nuevos, porque se lo había ganado.

Le decían que debía hacer ejercicio y volverse más ágil, volver a la música.

Sumó hasta cinco nuevas decisiones, y tembló al recordar: Cinco transfusiones. Cinco personas distintas. Esta fuerza y valentía para tomar decisiones ¡me viene de ellos!

Se oye decir que tras un trasplante de corazón uno puede heredar gustos, recuerdos o hasta talentos de quien dona. Hay quienes tras pasar una operación importante adquieren dones inesperados.

Ahora, cada vez que miraba a Andrés, sus ojos ya no tenían el brillo sumiso de antes, sino una chispa de confianza nacida no solo de palabras médicas, sino de algo más: ese misterioso impulso vital que sentía ahora.

Veía cómo él trataba de entender qué pasaba, de aceptar que el mundo al que estaba acostumbrado, donde su Eugenia era siempre dócil, dispuesta y complaciente, se estaba quebrando.

¿Sabes, Andrés? dijo, sin temer la reacción de él. Creo que ya sé por qué siempre te ha parecido que no hago nada. Es que no ves. No ves el esfuerzo, el cansancio, todo lo que intento para que tú estés bien.

Pero ahora vas a verlo todo. No te sorprendas si me deshago de los vestidos y los abrigos viejos y me compro otros nuevos. Y también voy a volver a tocar el piano. Te reíste siempre de que solo sabía tocar Para Elisa y La Tarara Pues escucha.

Abrió la tapa del piano, apoyó los dedos y se puso, para su propio asombro, a tocar una pieza hermosa, olvidada, entrañable.

Andrés la miraba embelesado, boquiabierto, y al terminar susurró:

Eugenia, ¿cómo haces eso? Si ni te acordabas Eres otra.

En su cara había perplejidad y quizás hasta algo de miedo.

Andrés estaba acostumbrado a una Eugenia, y delante tenía a otra: más fuerte, más decidida. Y esa transformación, a él, le resultaba desconcertante.

Eugenia sonrió.

Ya no era la sonrisa tímida y conciliadora de siempre, sino una sincera, entera, llena de expectativa. Sentía en su interior cómo cinco chispas nuevas la empujaban hacia una vida mejor. Y ese fuego no solo prometía sobrevivir, sino vivir de verdad.

Vivir plenamente, con espacio para sí misma y sus sueños. Incluso para una nueva manera, más sana y equilibrada, de amar a su marido: basada en el respeto mutuo y no en la entrega ciega.

Ella no sabía quiénes eran aquellas cinco personas, sus cinco donantes, pero intuía que eran fuertes y con talento.

Le salvaron la vida, sí pero también se la llenaron de posibilidades y de felicidad auténtica.

Dicen que no hay que preguntarse por qué llegan enfermedades o dificultades, sino para qué existen en nuestro camino, porque quizá son oportunidades para descubrir de nuevo lo maravillosa que es la vida.

Qué bellas son la primavera y el invierno, la lluvia y el calor. Cada día es un milagro, la luz del alba y del ocaso.

El amor y las flaquezas de quienes queremos, su apoyo, su compañía somos, al fin y al cabo, solo personas.

Y si un marido cariñoso empieza a volverse gruñón, quizá conviene recordarle, con ternura, que también hay que saber ser un hombre

Mientras podamos, vivamos intensamente y valoremos lo que nos ha sido dado, porque no hay otra manera.

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MagistrUm
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