Poco tiempo me queda… Pero llegaste tú.

No me queda mucho tiempo… Pero has venido.

Valentín fumaba su cuarto cigarrillo seguido, pero ni el sabor del tabaco ni el olor a ceniza le llegaban. Solo estaba sentado en el viejo banco junto al portal, haciendo girar la colilla entre los dedos, clavando la mirada en la ventana del cuarto piso. Allí donde vivía Lucía.

—¿Para qué he venido, eh?— masculló, lanzando con fastidio la colilla hacia la papelera rebosante.

Como siempre, falló. Respiró hondo, se levantó con desgana, recogió los cuatro cigarrillos y los apretó hasta el fondo del cubo. Regresó al banco, se quedó un rato pensativo, tentado de sacar el último cigarro… pero no. Lo guardaría. Por si acaso.

Para distraerse, buscó algo en lo que posar la vista. Hasta que la encontró: cuatro gatos. Agrupados junto al edificio, estirando el cuello, mirando fijamente al cuarto piso.

«Lucía ya los habría metido en casa», pensó Valentín con una mueca. La conocía bien. Cuántas veces había recogido felinos medio muertos de la calle, los curaba, los alimentaba, derretía el hielo de sus miradas. Amaba a los animales… quizás más que a las personas. Y a veces, a Valentín le dolía. No por él, sino por la humanidad. Aunque, tras treinta años, también había entendido que algunas personas no merecían amor. Incluyéndose a sí mismo.

Recordar cómo actuó con Lucía era un peso insoportable. La abandonó cuando más lo necesitaba. Cuando supo que ella no podría tener hijos, huyó. Los sueños de un hijo, de pescar juntos, del primer día de colegio… Todo eso le pareció más importante que el amor. O quizás solo lo creyó entonces. Estaba convencido de que era lo correcto, lo mejor para ambos. Pero ahora… ahora sabía que había sido un cobarde.

Cerró los ojos. Inspiró. Los abrió. Los gatos seguían ahí. Esperando. Como él.

Tenía que decidirse: subir a verla. Después de tantos años. Después de todo.

Recordó su mensaje: «Perdóname por todo. Me gustaría verte una última vez…». Ni una palabra sobre enfermedad. Solo eso.

Entonces se le acercó una chica. Joven, de unos veinte años.

—Señor, ¿me dice la hora? Se me ha quedado el móvil sin batería.

—Las cinco menos diez— contestó Valentín.

—¿No será usted Javier? Es que he quedado aquí con un chico…

—No. Valentín.

—Ah… ¿Y usted está esperando a alguien?

Él esbozó una sonrisa amarga sin responder. La muchacha se quedó un momento más, luego se fue, mirando atrás.

Valentín se levantó. «Si he venido, hay que entrar». Caminó despacio hacia el portal. Subió. Pulsó el timbre.

La puerta la abrió una chica. Muy joven.

—¿Usted es Valentín? Pase. Doña Lucía dijo que podía venir.

—¿Y tú quién eres?

—Soy Marta. Vivo al lado. La ayudo. Bueno, me voy, pero si necesita algo, tiene mi número.

Marta desapareció tras la puerta. Y él… se quedó en el umbral. En aquel piso empezaron su vida juntos. Y allí también se acabó todo. ¿Había sido un hogar o solo un punto de partida? No lo sabía.

—Valentín, ¿qué haces ahí parado?— escuchó la voz de Lucía desde el dormitorio—. Pasa.

Se quitó los zapatos, se alisó el pelo frente al espejo. Entró.

—Hola, Lucía—, le tembló la voz.

—Hola… Te reconocí al instante. Ya no queda nadie más que pueda venir.

—¿De verdad no tienes a nadie?

—Nadie. Siéntate. Coge la silla junto a la ventana— señaló con la mano—. Así me acompañas. Al menos una última vez.

Intentó incorporarse y abandonó al instante, doblada por el dolor.

—¿Necesitas ayuda?

—No hace falta… Bueno, vale… Ayúdame.

Se acercó, olió a medicamentos. La sostuvo.

—Gracias— sonrió Lucía—. Así está mejor.

—¿Tú estás… muy enferma?

—No, Valentín. No estoy enferma. Me estoy muriendo. Así de simple.

Se quedó helado. Ella lo decía con calma. Como si hablara del tiempo.

—No lo entiendo… No me dijiste nada…

—No quise. Solo… quería verte. Decirte que en treinta años no hubo un día en que no pensara en ti.

Hablaba rápido, como si temiera quedarse sin tiempo. Él escuchaba y sentía que algo se quebraba dentro.

—Quería pedirte perdón… Por no poder darte hijos. Sé que lo deseabas… Pero si pudiera volver atrás, te elegiría a ti. Otra vez.

A Valentín le costaba contener las lágrimas. Intentó sonreír, pero no pudo.

—El que tiene que pedir perdón soy yo… Por todo.

—No. Hiciste lo que creíste correcto. Pero sabes… Yo no tuve a nadie más. Y a ti… nunca te olvidé.

Se levantó. Cogió unos informes médicos de la mesilla. Leyó sin respirar: diagnóstico, metástasis, quimioterapia, ineficacia…

—Lucía, pero se puede operar… Hay posibilidades…

—Pequeñas. Y vivir… ya no quiero. Sin ti, no quiero.

Entonces lo entendió. Entendió que ella nunca dejó de amarlo. Y que él tampoco. Por eso no podía marcharse.

Salió del piso. En la calle, los gatos lo esperaban. Los mismos. Lo miraban como preguntando: «¿Y bien?».

Los recogió en brazos. A los cuatro. Y volvió.

—¿Por qué los traes?— preguntó Lucía, sorprendida.

—Vamos a curarte— sonrió él—. Es demasiado pronto para que te vayas.

Los gatos saltaron a la cama al instante. Ronronearon. Y él… se inclinó y la besó. Como nunca lo había hecho.

Ella lloró. De felicidad.

El tratamiento fue duro. Mucho. Pero los médicos decían: «Lo más importante es la voluntad de vivir. Y el apoyo».

Y ahora Lucía lo tenía.

Se recuperó. Venció. Vivió muchos años más, con Valentín, con los gatos, con amor. De verdad.

Y aunque suene a cuento… fue real.

Porque el amor verdadero y los gatos… hacen milagros.

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MagistrUm
Poco tiempo me queda… Pero llegaste tú.