**Diario personal**
Tengo mi propio piso, pequeño pero acogedor, con macetas en el alféizar y un sillón viejo que adoro. Tras casarnos, Álvaro y yo decidimos vivir aquí, y yo creía que sería nuestro pequeño paraíso. Pero no pasaron ni dos meses cuando mi marido empezó a quejarse de lo lejos que le quedaba el trabajo. Al principio pensé que solo estaba cansado, pero ahora sus lamentos son diarios, y ya no sé cómo reaccionar. ¿Debo ceder y mudarnos o mantener mi postura, porque esta es mi casa, mi refugio? Lo que sí sé es que sus rezongos me están agotando, y temo que esto sea solo el principio de nuestros problemas.
Hace seis meses que nos casamos. Antes de la boda, Álvaro vivía con sus padres al otro extremo de Madrid, y yo en mi piso, que compré con ayuda de mis padres y una hipoteca. Es pequeño, de un dormitorio, pero suficiente para los dos. Le puse alma: pinté las paredes de un beige cálido, colgué las cortinas que elegí con esmero, llené estantes con mis libros. Cuando decidimos dónde vivir juntos, propuse mi piso. Álvaro aceptó: “Lucía, tu casa está cerca del centro, y tener algo propio mola”. Yo estaba feliz, imaginando cómo cocinaríamos juntos, veríamos películas y haríamos planes. Pero mis sueños eran demasiado optimistas.
Las primeras semanas fueron normales. Álvaro ayudó con algunos arreglos, compramos un sofá nuevo, hasta bromeábamos que nuestro hogar era como un nido. Pero luego empezó a volver del trabajo de mal humor. “Lucía —decía—, hoy he tardado hora y media, el tráfico es infernal”. Su oficina está en las afueras, y desde aquí sí que se tarda casi una hora, o más si hay atasco. Yo le escuchaba, sugiriendo salir antes o buscar rutas alternativas. Pero nada le convencía. “No lo entiendes —refunfuñaba—, pierdo tres horas al día en transporte. Esto no es vida”.
Intenté ser comprensiva. Le decía: “Álvaro, pensemos cómo facilitarte el viaje. ¿Cambiamos de coche o probamos carsharing?”. Pero se limitaba a rechazarlo: “El coche no soluciona nada, Lucía. Debemos vivir cerca de mi trabajo”. ¿Cerca? ¿Está sugiriendo mudarnos? Se lo pregunté directamente, y asintió: “Sí, sería más fácil alquilar algo por allí”. Casi me atraganto con el café. ¿Alquilar? ¿Y mi piso? Mi hogar, por el que llevo cinco años pagando una hipoteca, que decoré con tanto cariño. ¿Dejarlo todo porque a él no le conviene?
Intenté explicarle que para mí este piso no son solo cuatro paredes. Es mi primer logro, mi independencia. Estoy orgullosa, aunque sea pequeño y no esté en el barrio más exclusivo. Pero Álvaro me miraba como si fuera una niña y decía: “Lucía, es solo un piso. Podemos alquilarlo y vivir donde a mí me venga mejor”. ¡A él! ¿Y yo? A mi trabajo llego en veinte minutos andando. Adoro este barrio: el parque donde paseo, el café donde quedamos mis amigas y yo, la vecina que me trae magdalenas. ¿Por qué debo renunciar a todo?
La tensión crece cada día. Ahora Álvaro se queja de todo: que el piso es pequeño, que los vecinos hacen ruido, que “huele a casa vieja”. ¿Vieja? Es un bloque de los 90 y acabo de reformarlo. Empiezo a sospechar que el problema no es solo el trayecto. ¿No querrá vivir aquí porque es “mío”? Le pregunté: “Álvaro, si viviéramos con tus padres, ¿también te quejarías?”. Dudó y luego masculló: “Allí también queda lejos, pero al menos hay más espacio”. ¿Más espacio? ¿Así que mi piso no es suficiente?
Hablé con mi madre buscando consejo. Me escuchó y dijo: “Lucía, el matrimonio es compromiso. Si lo pasa mal, buscad un punto medio”. ¿Pero cuál? ¿Alquilar nuestro piso y mudarnos donde a él le venga bien? ¿O quedarnos aquí soportando sus quejas? Propuse otra opción: que Álvaro buscase trabajo más cerca. Es ingeniero, hay ofertas. Pero él resopló: “¿Qué dices? Llevo diez años en esta empresa, no voy a dejarlo”. ¿Y yo sí debo dejar mi casa?
Ahora me siento atrapada. Una parte de mí quiere mantenerme firme: es mi hogar, tengo derecho a vivir donde me sienta bien. Pero la otra teme que esto destroce nuestro matrimonio. Quiero a Álvaro, no deseo pelearme, pero sus quejas me exasperan. A veces me siento culpable, como si yo le obligara a sufrir. Pero luego pienso: ¿por qué debo sacrificar lo mío? Él sabía dónde viviríamos cuando dijo que sí. ¿Por qué ahora debo ceder?
Me he dado hasta fin de mes para decidir. Quizá alquilemos algo a medio camino entre su trabajo y el mío. Pero la idea de que mi piso quede vacío o con extraños me destroza. O tal vez Álvaro recapacite y deje de protestar. No lo sé. De momento, intento no estallar cuando vuelve a hablar del tráfico. Pero una cosa la tengo clara: esta es mi casa, y no quiero perderla. Ni siquiera por amor. ¿O, quizá, el amor no debería obligarte a elegir?