**Diario de Elena, 12 de octubre**
Hoy no tenía ganas de levantarme, pero el peso de la realidad me obligó a hacerlo. Me lavé la cara, preparé un café recién hecho y lo bebí a sorbos mientras miraba por la ventana. El patio estaba mojado por la lluvia de la noche, los árboles desnudos, el cielo gris. Quizá pronto empezaría a caer aguanieve.
Tenía que salir, aunque solo fuera para tirar la basura. Estaba harta de encerrarme, de llorar. No cambiaría nada. Jaime no volvería. Cuando muere alguien cercano, es como si una parte de ti muriera también. Sentía un vacío que nada lograba llenar. El tiempo no cura, solo entierra el dolor más hondo, desdibuja los recuerdos. Estaba cansada de sufrir. Pero, ¿cómo seguir viviendo sin él? ¿Para qué?
Nos conocimos en la universidad. En la primera clase, se sentó a mi lado. Un chico guapo, con esa mirada alegre y curiosa ante el mundo, igual que la mía. Luego, corríamos juntos por los pasillos buscando las aulas, compartíamos el bocadillo en el recreo.
Para quinto curso, ya nos entendíamos sin palabras, como un matrimonio de décadas.
—¿Cómo voy a vivir sin ti? No me lo imagino. ¿Y si no nos separamos? —me preguntó un día Jaime.
—¿Qué estás proponiendo? —le contesté.
—Que te cases conmigo.
—¿En serio? —respondí, tratando de ocultar mi emoción—. Pensé que nunca me lo dirías. Pues acepto.
—¿De verdad? —se ilusionó.
—Claro, pero el matrimonio no es solo propuestas y buenos deseos. Hace falta amor.
—Hemos estado juntos todos estos años. ¿Quién dice que no te quiero? ¿Y tú? ¿Me quieres?
Me lo había preguntado muchas veces, y siempre respondía que sí. Habría muerto si él se hubiera fijado en otra. Nos casamos en agosto. Vivíamos con mis padres al principio, pero ambos juntaron sus ahorros y nos compraron un piso. Decidimos esperar con los niños, como si todo fuera un juego. Pero pasaron los años, fuimos felices. Dos años después, Jaime y su amigo Carlos montaron su propio negocio.
Yo no quise arriesgarme y seguí en mi trabajo. Si fracasaban, al menos yo tendría ingresos. Pero el negocio fue bien, y terminé trabajando con ellos, llevando las cuentas.
Con el tiempo, compramos un piso más grande, un coche, viajábamos al extranjero un par de veces al año. Traíamos montones de fotos. Tras la muerte de Jaime, borré todo del ordenador. No podía verlas sin echarme a llorar.
Recordaba ese día maldito como si fuera hoy. Era domingo. Desayunábamos juntos. De pronto, sonó su móvil y se apresuró a salir.
—¿Adónde vas? —pregunté.
—Carlos metió la pata con un cliente. Voy a arreglarlo. —Me dio un beso rápido y se fue.
Si hubiera sabido que era la última vez que lo vería… No tuve ningún presentimiento. Después, me arrepentí de dejarlo ir solo.
Una hora más tarde, llamaron de la policía. Jaime había tenido un accidente. Debía ir al hospital. Tomé un taxi, convencida de que estaría vivo. Hasta que el capitán me llevó al depósito.
Con la muerte de Jaime, mi vida se detuvo. Carlos se encargó del funeral. Me dijo que no me preocupara, que descansara, que me tomara mi tiempo…
Pasaron más de dos meses. Tenía que salir de mi cueva. Ahora poseía la mitad del negocio. Mañana era lunes, el momento de dar el primer paso. Si no podía, le vendería mi parte a Carlos, me iría de viaje y buscaría otro trabajo.
Salí a la calle con la bolsa de basura. El frío no era tan intenso como parecía desde la ventana. Después de tirarla, decidí caminar un rato. Terminé entrando en una tienda y saliendo con un vestido azul. Necesitaba algo nuevo para volver a la oficina. Mi ropa me quedaba holgada, como en un perchero.
Mi amiga Ana solía decir que, si hubiera sido yo quien muriera, Jaime no se habría encerrado como yo. Tenía razón. Los hombres son distintos.
Al día siguiente, en la oficina, recibí miradas de condolencia junto a los cumplidos. Había tantos papeles por firmar que al final solo los hojeaba, sin leer.
Volví a casa en autobús. El coche de Jaime quedó inservible tras el accidente. Bajé un par de paradas antes, queriendo caminar. El viento jugaba con mi pañuelo azul. Casi estaba en casa cuando una voz me detuvo.
—Mírala, cómo va de elegante. Con todo el dinero que heredó, ¿verdad? Y qué más le da que un niño se muera de hambre… —La mujer, de unos setenta años, me clavaba la mirada.
—¿Habla conmigo? —pregunté.
—Claro. Tú eres Elena Jiménez, ¿no? La viuda de Jaime Martínez. —Asentí, incómoda—. Pues entonces a ti te digo.
—¿Qué niño?
—El de tu marido. —Soltó una risa seca.
—No tenemos hijos. —Intenté alejarme, pero algo me hizo quedarme.
—No dije que fueran tuyos. Siéntate, que te vas a caer. —Obedecí, en el borde del banco—. Tu marido se enrolló con mi vecina, Lucía. Cuando se quedó embarazada, él le pidió que no abortara. Le mandaba dinero, aunque nunca iba a verla. La pobre no tiene familia. Pero desde que él murió, no le llega ni un euro.
—No puede ser. Jaime nunca… —balbuceé.
—Te digo la verdad. —Sacó un papel arrugado—. Aquí tienes su dirección. Habla con ella. Tú ve y compruébalo.
Tomé el papel con dedos temblorosos.
—Jaime me lo hubiera dicho… —murmuré.
—Lo vi yo misma. Júralo por lo que quieras. Pero piensa: tú tienes un piso, dinero. ¿Y el niño? Si no haces nada, terminará en un orfanato.
Me levanté y me fui, metiendo el papel en el bolsillo. TembEsa misma noche, llamé a Carlos y, con voz firme, le dije que necesitábamos hablar urgentemente sobre el negocio y sobre algo más que había descubierto.