Pesadilla de Maternidad: Sombras del Pasado y Amenaza de Divorcio

Oye, te cuento esta historia que me ha dejado el corazón en un puño…

La baja por maternidad se convirtió para mí, Laura, en una pesadilla que casi destroza nuestro matrimonio. En un pueblecito a orillas del Tajo, esos tres años con nuestro primer hijo, Lucas, hicieron que mi relación con Alejandro se llenara de gritos y resentimientos. Ahora que por fin parece que todo va mejor, él insiste en tener otro bebé, pero solo de recordar esos días oscuros me entra el pánico. Su terquedad podría llevarnos de nuevo a las discusiones y, quién sabe, incluso al divorcio. ¿Cómo protejo mi paz sin perder a mi familia?

Cuando nació Lucas, estaba llena de ilusión. Antes de la baja, todo con Alejandro era perfecto. Dos años de noviazgo y otros dos viviendo juntos sin casarnos. No peleábamos por dinero ni por las tareas de casa. Lo compartíamos todo, hablábamos de cada gasto y siempre nos entendíamos. Planeamos tener un hijo, sabíamos que sería duro, pero jamás imaginé lo agotadora que sería la realidad. Alejandro, al que creía cariñoso y comprensivo, se transformó por completo, y nuestro matrimonio empezó a resquebrajarse.

Los primeros meses con el bebé fueron un infierno. Yo, primeriza, no sabía cómo lidiar con el llanto, las cólicas, las noches sin dormir. Mi vida giraba en torno a Lucas, pero Alejandro no lo entendía. Él pensaba que solo era darle el biberón cada tres horas, el chupete, y que el resto del día estaba libre. “Si estás en casa, ¿qué tanto es?”, decía, quejándose de que ya no hacía cenas elaboradas, que la casa no estaba impecable o que sus camisas no siempre estaban planchadas. Cuando recalentaba la comida del día anterior, ponía mala cara: “Esto ya no hay quien lo coma”. Pero ayudar… eso ni pensarlo. “Yo me mato trabajando, y tú en casa podrías organizarte mejor”, soltaba, como si cuidar a un bebé 24 horas no fuera trabajo.

Las peleas eran por cualquier cosa: un poco de polvo en el estante, una sartén sin lavar, la comida recalentada. Alejandro ni en fin de semana echaba una mano, y si le pedía ayuda, saltaba: “Mi madre crió a tres hijos, cuidaba la huerta y cocinaba todos los días. ¡Y tú con uno solo no puedes!”. Sus palabras me dolían como bofetadas. Me sentía inútil, y su indiferencia mataba el amor que le tenía. Pero lo peor fue el control con el dinero. En cuanto dejé de trabajar, empezó a tratarme como una malgastadora. Pedía listas detalladas de la compra, pero solo compraba lo que él consideraba necesario. Una vez tachó la peluquería: “Estás bien así, no hace falta gastar”. Me moría de vergüenza.

Mi matrimonio ideal se convirtió en una jaula. Soñaba con irme, pero no podía: no tenía casa ni trabajo. Entre lágrimas, decidí aguantar hasta el fin de la baja, volver a trabajar y marcharme con Lucas. Esa idea me daba fuerzas. Pero, al terminar la baja, algo cambió. Alejandro me llevó a la peluquería, me compró ropa nueva para que “luciese perfecta” al reincorporarme. Cuando Lucas empezó la guardería y yo volví a la oficina, él se transformó de nuevo. Era otra vez ese hombre atento y cariñoso del que me enamoré. Ayudaba en casa, dejó de controlar cada céntimo… No me lo creía. Las peleas se olvidaban, los rencores se difuminaban, y abandoné la idea del divorcio. Volvimos a ser una familia.

Pero esa paz frágil ahora está en peligro. Hace unos meses, Alejandro soltó: “Laura, quiero otro hijo”. Sus palabras me cayeron como un jarro de agua fría. Los recuerdos de la baja—los gritos, las críticas, la soledad—volvieron con fuerza. “Sabes lo duro que fue para mí—intenté explicarle—. No quiero pasar por eso otra vez”. Pero él ni escuchaba: “Ahora gano más, podemos con todo. ¡Quiero un heredero!”. Su insistencia crecía, y en sus ojos veía el mismo frío de aquellos años. No me entendía, no quería ver el miedo que me daba volver a encerrarme en casa.

Cada conversación sobre el segundo hijo acaba en tensión. Alejandro presiona más, y a mí me falta el aire de solo pensarlo. Me imagino las noches sin dormir, sus reproches, el control del dinero… y me dan ganas de llorar. “No estoy preparada, Ale—le digo—. Dame tiempo”. Pero él no cede: “Eres una egoísta, solo piensas en ti”. Sus palabras duelen, y esa versión gritona y fría de Alejandro parece volver. Temo que acabemos otra vez al borde del divorcio, pero no soporto la idea de otro bebé. Esos tres años casi me destrozan, y no quiero arriesgar mi salud, mi matrimonio, mi paz.

Por las noches, me quedo en vela, dividida entre el miedo y la culpa. Alejandro sueña con una familia numerosa, y yo no puedo darle eso. ¿Seré egoísta? ¿O es que él no ve el daño que me hizo? Le quiero, adoro a Lucas, pero pensar en otro hijo me corta la respiración. Si Alejandro sigue presionando, las peleas volverán como antes, y entonces sí que pensaré en irme. ¿Cómo salir de esta? ¿Cómo hacerle entender que la maternidad, para mí, no fue felicidad, sino una sombra de la que no quiero repetir?

Mientras miro a Lucas dormido en su cuna, el corazón se encoje de amor… y de temor. Quiero salvar esta familia, pero no sé si podré. Alejandro no se rinde, y cada día nos separa más. Si no encontramos un punto medio, este matrimonio que tanto nos costó reconstruir se vendrá abajo. Estoy en una encrucijada, y cada paso que doy parece acercarme al precipicio.

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