Permitirse
Lucía había aprendido hacía tiempo a amar a Javier en silencio. Era más fácil que destruir veinte años de amistad con una torpe confesión.
Solo una vez vio algo nuevo en sus ojos. No la habitual cordialidad entre amigos, sino algo más profundo, inquietante, casi doloroso. Lucía lo sintió al instante; siempre se habían entendido sin palabras.
—¿Pasa algo? —preguntó ella, dejando a un lado el libro.
Sus labios temblaron, como si quisiera decir algo importante, pero cambió de opinión.
—Nada —respondió, girándose bruscamente hacia la ventana.
El silencio quedó suspendido entre ellos, denso, incómodo.
—Bueno, me voy —dijo al fin, levantándose.
Ella no lo retuvo. Solo asintió. ¿Qué más decir? En aquel momento, tanto Lucía como Javier seguían atados a otras vidas.
***
Se conocían desde siempre.
A los catorce juraron ser amigos hasta la muerte. A los dieciocho se reían de los compañeros enamorados. A los veinticinco, Javier fue el testigo en su boda. A los treinta, Lucía lo sacó borracho de un bar tras su divorcio.
El primer encuentro: ella con siete años, él con nueve. Los chicos del barrio jugaban a policías y ladrones, y ella, la más pequeña, se tropezó y se quedó rezagada. Los chicos mayores empezaron a burlarse: “¡Llorica, mocosa!”.
Entonces él, normalmente callado, le dio un puñetazo al mayor de los bravucones, dejándolo sentado en un charco.
—No la vuelvas a molestar —dijo, secándose el labio ensangrentado.
Desde entonces, no se separaron.
El vecindario, las peleas infantiles, el primer cigarrillo robado detrás de los garajes… todo era parte de su pasado compartido. Después vino el instituto, donde corrían al buffet en los recreos, y luego, aunque estudiaron en universidades distintas, mantuvieron la costumbre de llamarse a medianoche para compartir algo importante.
Eran amigos. De los de verdad. De esos que no desaparecen ni con los primeros novios, ni con los matrimonios, ni con las peleas.
Lucía tenía un marido correcto y confiable: Álvaro. Con Javier no logró conectar. La esposa de Javier se llamaba Marta. Era guapa e inteligente, pero con “la compañera de batalla Lucía” solo coincidió una vez, en la boda. “Esta chica no es de mi onda”, dijo, y así quedó. Soñar con amistades entre familias, como en la infancia, no funcionó.
Pero lograron seguir siendo “esa persona” para el otro. Aquella a la que podías llamar a las tres de la madrugada diciendo: “No estoy bien”, sabiendo que te escucharían. Y si hacía falta, irían a verte con un té caliente o algo más fuerte.
Una amistad así vale su peso en oro.
Cuando Álvaro la abandonó, llevándose la mitad de los muebles y su fe en el “para siempre”, Javier estuvo ahí. No la dejó emborracharse sola, aguantó sus rabietas, escuchó sus interminables “¿cómo pude equivocarme tanto?”
Álvaro se fue con una becaria joven. Sonaba a cliché, pero Lucía fue la última en enterarse.
—¿En serio no te diste cuenta? —se sorprendieron sus amigas.
No. No se había dado cuenta. Porque en esos días en que Álvaro “trabajaba hasta tarde”, ella cenaba con Javier. Se reía de sus chistes, se quejaba del cansancio, se sentía… ella misma.
Javier fue el primero en saber del rompimiento. Llegó enseguida tras su llamada, con un apagado “Se ha ido”.
—Estoy tan cansada de fingir que soy feliz —lloró Lucía, mirando por la ventana.
—Lo sé —respondió Javier.
Y ella entendió: él realmente lo sabía. Siempre lo había sabido.
Con Marta fue diferente.
Se marchó de golpe, dando un portazo:
—¡Nunca me vas a querer como a ella!
Él no discutió.
Cuando se lo contó a Lucía, ella se indignó:
—¿Qué tontería es esa? ¡Si solo somos amigos!
—Solo amigos —repitió él, y había algo en su mirada que le cortó la respiración.
—Ella no te conoce —dijo Lucía, sirviéndole un tercer chupito—. Al verdadero tú.
—¿Y tú? ¿Me conoces?
Ella se estremeció. Recordó lo que escribió una vez en su diario: “Imagina decirle que lo amas. Y que él retrocede. En sus ojos hay incomodidad. Luego, mensajes educados una vez al mes. Y encuentros con amigos en común, evitando mirarse”.
Temía perder a su amigo de la infancia. No quería arriesgar lo que siempre había sido su apoyo. Javier era el único que la conocía y aceptaba tal como era. Nunca se fue, a pesar de sus malos días, cuando, enfadada con el mundo entero, era insoportable. Lucía, claro, lo valoraba. Y a cambio, habría hecho cualquier cosa por él. O casi.
Pero… la amistad no es amor. ¿Y si no funcionaba? ¿Y si otra vez aparecía una becaria joven? ¿Entonces tendría que vivir sin él? ¿Cómo lo haría? ¿Cómo hacían los demás para vivir sin alguien así?
“Somos muy diferentes”, pensaba Lucía cuando discutía con el camarero por el punto de la carne. Javier podía ser exasperantemente detallista.
“Yo no le merezco”, pensaba él al verla poner los ojos en blanco ante su película de acción favorita.
Sin darse cuenta, sus discusiones generaban bromas que solo ellos entendían. Sus diferencias creaban esa chispa que faltaba en sus relaciones “correctas” con otros.
Se amaban en secreto, como si no se permitieran romper aquel viejo juramento infantil.
***
El momento de la verdad llegó en el aeropuerto. Lucía se marchaba a Lisboa —un nuevo proyecto, una nueva etapa. Tal vez para siempre.
—Se te olvidó —dijo Javier, entregándole la bufanda que dejó en su casa.
—Quédate con ella —respondió—. Como recuerdo.
En sus ojos brilló algo que ella había visto muchas veces, pero nunca se atrevió a reconocer.
—No quiero un recuerdo —dijo de pronto—. Te quiero a ti.
Dos palabras. Veinte años de espera. Una vida que por fin tenía sentido.
—Si te vas ahora —susurró—, no lo superaré.
No “me dolerá”, no “estaré triste”. Sino “no lo superaré”.
Una sonrisa iluminó su rostro. No de inmediato. Primero entendió lo que significaba esa mirada. Mejor dicho, se permitió entenderlo. Después, supo que era feliz.
—Sabes —dijo—, por estas palabras puedo perderme cualquier vuelo.
—¿Te quedas? —la abrazó—. ¿En serio?
… De camino a casa, pensó: “Una vez lo tuve todo: marido, casa acogedora, seguridad. Pero me faltaba lo esencial, ese sentimiento por el que la gente quema sus naves, pierde la cabeza, lo arriesga todo… Me faltaba amor. Y sin él, las demás alegrías no son nada”.