Perdonar Tarde

—¡Ni se te ocurra llamarme! ¿Entendido? ¡Jamás vuelvas a llamar! —Carmen García le plantó el teléfono al aparato como si fuese una patata caliente. Las manos le temblaban más que un flan, y el corazón le bailaba un chotis a todo trapo. Se dejó caer en la silla de la cocina.

—Mamá, ¿qué pasa? —se asomó Lucía, su hija, desde la habitación—. ¿Quién era?
—Nadie —contestó la madre con la voz ronca, como si hubiese mascado arena—. Nadie llamaba.
Lucía se acercó y vio la cara de susto de su madre.
—Madre mía, ¡estás temblando como un azogao! ¿Qué ha pasado?
—Se ha presentado tu padre —susurró Carmen—. Después de tantísimos años… Quiere vernos, hablar. Dice que nos echa de menos, que lo lamenta todo.
—¿Ha llamado papá? —Lucía se sentó a su lado y le cogió la mano—. ¿Y qué quería?
—Que le perdonase. Que le dejase venir. Dice que está malito, que los médicos… —Carmen calló de repente, secándose un lagrimón—. Tarde, Lucía. Demasiado tarde para ese sainete.
—Mamá, cuéntame de una vez lo que pasó entonces. Yo era pequeña, sólo recuerdo que se fue y no volvió.
Carmen se levantó y se acercó a la ventana. Fuerebollaba, y las gotas resbalaban por el cristal como las lágrimas de una novia abandonada.
—Tenías siete años. Preguntabas por tu padre, y yo no sabía qué decirte. Soltaba que estaba de viaje, que pronto volvería. Pero ni yo misma sabía dónde demonios andaba.
—¿Pero cómo? ¿Se largó sin más? ¿Sin explicarse?
—No fue tan sencillo. Él… —Carmen apretó los labios—. Nos traicionó. A mí, a ti, al hogar. Tenía otra familia, Lucía. Otra mujer, otros hijos. Y los eligió a ellos.
Lucía guardó silencio, digiriendo el bombazo. Tenía treinta y dos tacos, pero los recuerdos de su padre eran borrosos, como una foto movida.
—Decía que nos quería —continuó la madre—. Venía a casa cada día, jugaba contigo, te contaba cuentos. Luego descubrí que tenía otra hija, tres años mayor que tú. Y una esposa que se creía la legítima. Que ni siquiera sabía que nosotras respirábamos.
—Dios mío, mamá… ¿Pero cómo te enteraste?
—Fue una birria. Él cayó enfermo, ingresado en el Reina Sofía. Fui a verle y ahí estaba, una señora con una niña. Y la criatura gritaba: “¡Papaíto, papaíto!” mientras él la abrazaba y la besaba. Ahí lo vi todo claro. Parada en la puerta, él me ve y se pone más blanco que la leche. La otra, Lourdes, me mira a mí, luego a él, y suelta: “¿Y esta, Antonio?”. Y él… se quedó mudo. Como un botijo.
—¿Y qué pasó después?
—Tuvimos una charla corta. Ella soltó que llevaban ocho años casados, que el piso estaba a su nombre, que la niña llevaba su apellido. ¿Y yo? Yo había sido una pardilla enamoriscada. No nos habíamos casado, él siempre decía que los papeles eran tonterías, que lo importante era quererse. A ti te puso su apellido, eso sí, pero yo no tenía ni un mal papel que me amparase.
Lucía se levantó y abrazó a su madre.
—Mamá, ¿por qué no me lo contaste antes?
—¿Para qué ibas a saberlo? Tuviste una infancia dura de por sí. Yo currando sola, sin un duro, tirando de la seguridad social cuando enfermabas. Pensé: “Cuando sea mayor se lo cuento”. Pero pasó el tiempo, montaste tu vida, te casaste… ¿Para qué remover viejas heridas?
—¿Y él nunca intentó contactarnos?
—Lo intentó. Al principio venía, se plantaba bajo las ventanas, suplicaba hablar. Yo no le abría. Luego mandó cartas, envió dinero. Ni abrí los sobres, devolvía la pasta. Orgullosa, como una estúpida. Creía que sola podía sacar a mi hija adelante, que no necesitaba a un hombre así.
—Y ahora ha aparecido otra vez.
—Ahora sí. Lleva una semana llamando. Dice que Lourdes se murió, que su hija es mayor, casada, que él está solo. Que necesita verte, conocer a los nietos. Que está muy malo, que le quedan tres telediarios.
Lucía se separó de su madre, pensativa.
—Quizá deberíamos escucharle. Mamá, yo ni me acuerdo de él. Puede que de verdad esté arrepentido.
—¡Lucía! —Carmen se volvió brusca—. ¿Pero qué dices? ¡Veinticinco años han pasado! ¡Veinticinco años sin acordarse de nosotras! ¿Y ahora, cuando está malito, le viene la memoria?
—Pero llama más de una vez. Significa que es importante para él.
—¡Importante! —Carmen soltó una risa agria—. Le importa limpiar su conciencia antes de estirar la pata. Para irse más tranquilo. ¿Y nosotras qué ganamos? ¿Qué gano yo con su arrepentimiento? ¿Me devuelve la juventud? ¿O las lágrimas que derramabas preguntando por qué no venía papá?
Lucía se sentó a la mesa y apoyó la cabeza en las manos.
—Mamá, yo lo he perdonado desde hace años. Ya de adolescente entendí que cabrearse no llevaba a nada. Que hay que seguir viviendo.
—Tú puedes perdonar, eres joven. Yo no. Yo recuerdo cada día, cada noche
Y en aquel abrazo apretado, tan fuerte como el rencor de medio siglo, ambas supieron que ciertas cicatrices solo se disimulan, nunca desaparecen.

Rate article
MagistrUm
Perdonar Tarde