Perdonar en el último momento

—¡No vuelvas a llamarme! ¿Entendido? ¡Jamás! — Concepción Ruiz dejó caer el auricular del viejo teléfono con fuerza. Las manos le temblaban, el corazón le golpeaba con tal fuerza que se dejó caer en el taburete de la cocina.

—Mamá, ¿qué pasa? — asomó Carmencita desde su cuarto. —¿Quién era?

—Nadie — respondió ronca la madre. — Nadie llamó.

Carmencita se acercó, vio el rostro descolorido de su madre.

—Madre, ¡estás temblando toda! ¿Qué sucedió?

—Tu padre ha aparecido — susurró Concepción. — Después de tantos años… Quiere vernos, hablar. Dice que nos echa de menos, que lo lamenta todo.

—¿Papá llamó? — Carmencita se sentó a su lado, tomándole la mano. — ¿Y qué quería?

—Que le perdonase. Que le dejase venir. Dice que está enfermo, que los médicos… — Concepción calló, enjugándose una lágrima. — Tarde, Carmencita. Demasiado tarde para todo esto.

—Mamá, cuéntame al fin lo que pasó entonces. Yo era muy niña, sólo recuerdo que se marchó y ya no volvió.

Concepción se levantó, fue a la ventana. Tras el cristal lloviznaba y las gotas descendían lentamente como lágrimas.

—Tenías siete años. Preguntabas por tu padre, y yo no sabía qué decirte. Decía que estaba de viaje, que pronto volvería. Pero ni yo misma sabía dónde estaba.

—¿Sencillamente se fue? ¿Sin explicación?

—No fue sencillo. Él… — Concepción apretó los labios. — Nos traicionó. A mí, a ti, a este hogar. Tenía otra familia, Carmencita. Otra esposa, otros hijos. Y los eligió a ellos.

Carmencita calló, digiriendo lo oído. Tenía treinta y dos años, pero los recuerdos infantiles de su padre eran brumosos, como cubiertos de niebla.

—Decía que nos quería — continuó la madre. — Volvía cada día a casa, jugaba contigo, leía cuentos. Después supe que tenía otra hija, tres años mayor que tú. Y una esposa que se creía legítima. Que ni siquiera sabía de nuestra existencia.

—Dios, mamá… ¿Y cómo lo supiste?

—Fue absurdo. Cayó enfermo, estaba en el hospital. Fui a verlo y ya había allí una mujer con una niña. Y la niña gritaba: “¡Papá, papá!” mientras él la abrazaba y besaba. Lo entendí todo al momento. Me quedé en el umbral, él me vio y palideció. Aquella mujer, Pilar, me miró a mí, luego a él, preguntando: “¿Quién es esta, Benito?” Y él calló. Sencillamente calló.

—¿Y luego?

—La charla fue corta. Ella dijo que llevaban diez años casados, que el piso estaba a su nombre, que la hija llevaba su apellido. ¿Y yo? Yo era una tonta enamorada. Nunca nos casamos, siempre decía que los papeles eran tonterías, que lo importante era el amor. A mi hija sí la dejó con su apellido, pero yo no tenía ningún documento.

Carmencita se levantó, abrazó a su madre.

—Madre, ¿por qué no me lo contaste antes?

—¿Para qué lo ibas a saber? Tu infancia fue ya bastante dura. Yo sola trabajando, faltando dinero, paseando médicos cuando enfermabas. Pensé contártelo al crecer. Luego pasó el tiempo, tú hiciste tu vida, te casaste. ¿Para qué remover viejas heridas?

—¿Y él? ¿Nunca intentó contactarnos?

—Lo hizo. Al principio venía, se quedaba bajo las ventanas, suplicaba hablar. No le abría. Luego escribía cartas, enviaba dinero. Yo no leía las cartas, devolvía el dinero. Orgullosa, tonta. Creía que podría criar sola a mi hija, que no necesitaba a semejante hombre.

—Y ahora ha aparecido otra vez.

—Ahora sí. Llama desde hace una semana. Dice que Pilar murió, que su hija es mayor, casada, que se quedó solo. Que quiere verte a ti, conocer a los nietos. Que está muy enfermo, que le queda poco.

Carmencita se apartó de su madre, pensativa.

—¿Y si le escuchamos? Mamá, no me acuerdo casi de él. Quizás realmente se arrepiente.

—¡Carmencita! — se volvió brusca Concepción. —¿Qué dices? ¡Han pasado veinticinco años! ¡Veinticinco años olvidado de nosotras! ¿Y ahora, cuando le va mal, se acuerda?

—Pero no es la primera vez que llama. Significa que es importante para él.

—¡Importante! — rió con amargura la madre. — Es importante limpiar su conciencia antes de morir. Para partir con menos peso. ¿Y a nosotras qué nos da? ¿Qué me da a mí su arrepentimiento? ¿Me devuelve la juventud? ¿Las lágrimas que derramabas preguntando por qué no volvía tu padre?

Carmencita se sentó a la mesa, apoyando la cabeza en las manos.

—Mamá, yo lo perdoné hace tiempo. Ya adolescente supe que enfadarse era inútil. Que había que seguir viviendo.

—Tú puedes perdonar, eres joven. Yo no. Recuerdo cada día, cada noche en vela. Recuerdo cómo trabajé como una burra en dos empleos para vestirte, alimentarte. Cómo llorabas cuando los niños del colegio te llamaban huerfanita en la escuela. Cómo no había quien te acompañase a tu graduación, o a la boda.

—Madre, ¡pero lo conseguimos! Mira, tengo buena familia, hijos sanos. Trabajo, levantamos nuestra casa. ¿Quizás fue mejor sin él?

—Quizás. Pero eso no significa que deba perdonarle. Que le remuerda la conciencia. Que sepa que no todo tiene arreglo.

El teléfono volvió a sonar. Concepción se quedó inmóvil, mirando a su hija.

—No
Años después, cuando Aurelia agonizaba en su lecho rodeada de Catalina y los nietos, un susurro escapó de sus labios arrugados: “Dile… a tu padre… que también llegué tarde al perdón.”

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