Elena no tuvo suerte con su suegra. María Gómez nunca la había querido, pero nadie esperaba que se comportara de esa manera con su propio nieto. La mujer gritaba y exigía que Elena se fuera de su casa con el niño. Decía que su hijo era un buen hombre, pero demasiado ingenuo para ver la verdad. Ella, en cambio, lo entendía todo y estaba segura de que ese niño no era de Alejandro.
Elena no sabía qué hacer. María ya había dicho cosas similares en el pasado. Incluso cuando Elena estaba embarazada, su suegra intentó convencer a Alejandro de que su esposa le había sido infiel. Pero Elena creía que, en cuanto María viera a su nieto, dejaría de decir tales disparates. Alejandro, el esposo de Elena, amaba profundamente a su madre y confiaba en ella ciegamente.
María aprovechaba esa confianza y controlaba cada decisión y elección de su hijo. Nunca aceptó que él hubiera decidido compartir su vida con otra mujer. Constantemente provocaba conflictos entre la pareja.
Elena a menudo se quejaba con su esposo sobre su suegra. No entendía por qué le permitía entrometerse en su vida. Pero Alejandro se sentía en deuda con su madre y le pedía a su esposa que tuviera paciencia, asegurándole que María pronto se calmaría.
Pero las últimas palabras de María fueron la gota que colmó el vaso para Elena. ¿Cómo podía intentar convencer a su hijo de que su recién nacido no era suyo? Elena tomó una decisión: se iría y volvería a su ciudad natal. Esperaba que Alejandro la detuviera o, mejor aún, que se fuera con ella. Pero él se quedó en silencio, temeroso de molestar a su madre.
María Gómez finalmente consiguió lo que quería. La nuera que tanto despreciaba había desaparecido de su vida. Ahora Alejandro pasaba todo su tiempo libre con ella. Cenaban juntos y pasaban las noches dedicándose a sus actividades favoritas. Esos fueron los tres años más felices de la vida de María.
Pero la tragedia llega cuando menos se espera. Una noche, mientras Alejandro regresaba del trabajo, fue atacado. Un grupo de jóvenes despiadados lo asaltó y lo golpeó brutalmente. Murió en cuestión de minutos a causa de sus graves heridas. Después de la muerte de su hijo, María perdió el sentido de su vida.
Incluso años después de la tragedia, no cambió nada en la habitación de Alejandro. Seguía preparando la cena para dos y hablaba con las fotos de su hijo como si aún estuviera allí.
Mientras tanto, la vida de Elena había tomado un buen rumbo. Tenía un esposo amoroso, un hijo maravilloso y un trabajo gratificante. Recientemente le habían prometido un ascenso. Esa noche se apresuraba a recoger al pequeño Mateo del jardín de infancia, esperando llegar a casa a tiempo para preparar la cena.
Lo que vio en la entrada del jardín de infancia la dejó sin palabras. Allí estaba su antigua suegra. María Gómez observaba a los niños jugar en el arenero. Parecía mucho mayor, mal vestida, encorvada, con la mirada triste puesta en los pequeños. Al principio, Elena ni siquiera reconoció a la mujer que una vez la había echado de su casa.
María estaba mirando a Mateo. Lágrimas corrían por su rostro mientras susurraba cuánto se parecía a su hijo fallecido.
Al principio, Elena no pudo perdonarla. Le recordó a María que, años atrás, ni siquiera quiso mirar a su nieto, y ahora había venido hasta allí.
María suplicó a su exnuera que la perdonara. Juró que el Señor ya la había castigado lo suficiente. Ahora no quería nada más, solo la oportunidad de ver a Mateo de vez en cuando.
Finalmente, Elena decidió perdonar a su suegra y le permitió ver a su nieto. Eso le dio a la abuela una nueva razón para seguir viviendo.