Con el peso del universo encima, Lucía (antes “Lila”) se apiñó en el microbús abarrotado de Madrid y se dejó caer en el primer asiento libre. El día había empezado con el pie izquierdo: la plancha de pelo había dicho “adiós” sin previo aviso, su marido Javier (antes “Egor”) se había quejado de que la tortilla estaba más negra que el pecado, y al final salió de casa sin desayunar, directa al trabajo.
Normalmente iban juntos, pero el coche estaba en el taller desde hacía tres días. Como el trayecto era largo, apoyó la cabeza en la ventana y se perdió en el paisaje urbano. Algo le inquietaba, aunque no sabía qué. Hasta que notó una mirada que le taladraba el costado. Al volverse, se topó con unos ojos grises que conocía demasiado bien: era Román (antes “Roma”). Él sonrió, como si el tiempo no hubiera pasado.
—Hola —dijo, sentados casi frente a frente en el pasillo estrecho—. Te reconocí al instante. No has cambiado nada.
—Vaya sorpresa —respondió ella, fingiendo naturalidad—. ¿Qué tal la vida?
—Pues bien. Mi mujer sigue en el hospital (es enfermera), y el crío ya terminó la carrera. Ahora se ha ido a la Costa del Sol a celebrarlo.
Lucía esperaba oír que su vida era un desastre, que su mujer le había plantado… Pero no. Román miró por la ventana y se levantó de golpe:
—Perdona, que esta es mi parada. —Se despidió con la mano desde la acera antes de perderse entre la gente.
Lucía se quedó rumiando sus palabras. “No has cambiado nada”. ¡Vaya mentira! Antes era una chavalilla delgada, y ahora, una mujer de cuarenta y pico con sus curvas (no tantas, pero las justas). Aun así, el halago le dio un punto de vanidad.
El corazón le latía a lo loco. ¡Cuánto había soñado con este encuentro! Eso sí, en su fantasía ella era una ejecutiva de éxito y él, un pobre diablo. Pero no: Román era un señor con entradas, pero con el mismo brillo en la mirada. Nada de “pobrecito”.
—Justo hoy, con la que está cayendo… —pensó, resignada.
El resto del viaje lo pasó dándole vueltas al asunto.
—¿Para qué esta coincidencia? Solo para remover el pasado…
Le vinieron a la mente los paseos por el Retiro, los ramos de margaritas que él le traía, los poemas cursis que escribía para ella (que en su momento le parecieron obra de Cervantes). Pero el microbús frenó en su parada, y al trabajo que fue.
La jornada se le hizo eterna. No rendía, distraída.
—Vaya, me ha dejado patidifusa ese encuentro —murmuró en el viaje de vuelta.
Al llegar a casa, sonó el teléfono:
—Lucía, voy a recoger el coche del taller y luego paso por el garaje. Cena sin mí —dijo Javier.
Pero ella no tenía hambre. Se sentó en el sofá, encendió la tele sin mirarla, y se dejó llevar por los recuerdos… Los malos. La discusión tonta que acabó con todo. El día que lo vio con otra, agarrado del brazo como si nada.
Fue su amiga Verónica (antes “Vera”) quien los presentó. Vivían en el mismo barrio de Vallecas. Verónica se creía la Casanova del lugar y no paraba de dar consejos:
—Tienes que pelearte con él y luego hacer las paces. Así os queréis más —le decía.
Y ella, ingenua, seguía el guion: se enfadaba por tonterías y luego volvían. Hasta que un día pensó:
—¿Por qué narices tengo que discutir? Esto no tiene sentido.
Dejó de hacerle caso y siguió su instinto. A Verónica no le hizo gracia.
—Anda, mira quién se ha vuelto independiente —le espetó—. Ojo, que luego te arrepentirás…
Pero Lucía ya no le daba importancia.
El día de su cumpleaños, Román no apareció. En su lugar, llegó Verónica:
—Feliz cumple, cielo. Román no viene. Su madre me dijo que se fue al pueblo, que su abuela está enferma. No sabe cuándo volverá.
Eran los 90, ni móviles ni nada. No podía comprobarlo.
Una semana después, al pasar por una discoteca, lo vio con un grupo de amigos. Él la miró y apartó la cara. Ella se quedó clavada, mientras ellos se reían.
No recordó cómo llegó a casa. Solo el llanto inconsolable.
—¿Por qué? ¿Qué hice mal? —se preguntaba.
Soñó con que volvía, que todo se arreglaba… Pero no. Un día, Verónica soltó:
—¿Sigues así? Pues Román ya sale con otra. Olvídalo.
Y efectivamente, lo vio con otra chica. Meses después, en plena primavera, se topó con una boda. El novio era él.
—Hola —le dijo él, despreocupado.
Ella ni respiró. Siguió caminando como un autómata y llegó a casa hecha polvo. Esa noche juró:
—Son las últimas lágrimas por él.
Y lo cumplió. Se mudó a Barcelona, empezó de cero. Un año y medio después, conoció a Javier. Un buen hombre. Sólido. Nunca supo si lo amaba o solo le gustaba, pero con los años entendió que la vida le había dado una familia maravillosa: dos hijos y un marido que la adoraba.
En una visita a Madrid, se cruzó con Verónica. Iba avejentada, demacrada.
—Lucía… Perdóname. Si puedes.
—¿Por qué? —preguntó ella, confundida.
—Por todo. Te separé de Román. Le inventé que tenías otro. Y a la que luego fue su mujer, yo se la presenté. Hasta le dije que… bueno, que se dejara embarazar. Todo por envidia.
Lucía se quedó helada.
—¿Para qué hiciste eso?
—Porque él te quería. A mí nadie me ha querido así. Una vez una mujer me dijo: “Cuando rompes un corazón, los cristales te cortarán a ti también”. Y vaya si me cortaron…
Aquella vez no la perdonó. Pero hoy, al ver a Román, entendió que ya no guardaba rencor. Quizá ese reencuentro era para recordarle que la vida a veces da vueltas inesperadas. Pero gracias a ellas, ahora tenía todo lo que quería.
Quién sabe cómo habría sido con Román. Mejor no pensarlo.