Perdona si puedes, amiga

Oye, qué locura esto que me pasó hoy… Verás, me subí al autobús repleto de gente y me colé en el único asiento que quedaba. Vaya día llevo, ¿eh? Se me rompió el secador esta mañana, mi marido se quejó de que los huevos estaban quemados… Salí corriendo sin desayunar para no llegar tarde al trabajo.

Normalmente voy con mi marido en coche, pero lo lleva en el taller desde hace tres días. El trayecto es largo, así que me puse a mirar por la ventana, distraída con los edificios y la gente… Pero algo me inquietaba, no sabía qué. Hasta que noté una mirada insistente. Al volverme, me encontré con unos ojos grises que conocía demasiado bien. Era Román, mi primer amor… y mi gran desilusión. Me sonrió.

—Hola —dijo, sentado casi a mi lado en el pasillo—. Te reconocí al instante, no has cambiado nada.

—Hola —contesté, sorprendida—. Vaya casualidad encontrarte aquí.

—¿Qué tal la vida? —preguntó él.

—Bien, ¿y tú? —contesté, deseando oír que todo le iba fatal, que su mujer lo había dejado… Pero no.

—Genial, la verdad. Mi mujer trabaja, mi hijo terminó la universidad y se fue a la playa… —Iba a decir algo más, pero miró por la ventana y se levantó de golpe—. Perdona, esta es mi parada.

Se bajó y me saludó desde la acera. El autobús arrancó, y lo perdí de vista. Me quedé dándole vueltas a sus palabras. Lo de que “no he cambiado” no era cierto: antes era una chica delgada, ahora una mujer de más de cuarenta, con sus curvas, nada exagerado, pero me hizo ilusión el piropo.

El corazón no me cabía en el pecho. Tanto soñar con este encuentro… Claro, yo me imaginaba exitosa y él miserable. Ahora era un hombre maduro, con entradas, pero ni mucho menos patético. La misma mirada de siempre.

—Justo hoy tenía que toparme con él —pensé—, con el día que llevo…

El resto del trayecto lo pasé rumiando la conversación.

—¿Para qué me lo he encontrado? Solo para remover el pasado. ¿Qué mensaje tiene esto?

Me vinieron recuerdos: nuestras citas, los ramos de flores silvestres, los besos, las promesas… Pero llegó mi parada, bajé y me fui directa a la oficina.

El día se hizo eterno. No rendía, la cabeza en otra parte.

—Vaya, este Román me ha dejado patas arriba —pensé de vuelta a casa.

Apenas entré, sonó el teléfono.

—Lola, voy a recoger el coche al taller y paso por el garaje. Cena sin mí —dijo mi marido, Jaime.

No tenía hambre. Me senté en el sofá, encendí la tele, pero no veía nada. La mente se me fue a los recuerdos… especialmente a la discusión con Román. Una tontería, ahora lo veo. Hasta que lo pillé con otra, agarrado del brazo.

A Román y a mí nos presentó Vera, mi mejor amiga. Él era su vecino. Vera se creía una experta en amor y me daba consejos constantes. ¡Ojalá hubiera seguido mi instinto! Pero le hice caso.

Con Román viví mi primer amor. Una sensación nueva, intensa, que me llevó a hacer tonterías. Él me recitaba poemas que escribía, y yo creía que no existían versos más bonitos. Pensaba que sería así para siempre.

Un día, paseando abrazados, una mujer nos sonrió y nos paró.

—Hola —dijo, mirándome fijamente. Román soltó mi hombro y se rio.

—Mamá, ¿qué haces por aquí?

Ahí caí: era su madre.

—Hola —balbuceé, roja como un tomate.

—Venía de casa de tu abuela, está un poco resfriada. ¿Y vosotros, de paseo? ¿Así que esta es Lola?

—Sí, ella es —confirmó Román.

—No te pongas así, cariño —me dijo su madre—. Román me habla mucho de ti. Me alegra que salga con una chica tan buena.

—Gracias —musité, y al mirarla, me cayó bien. Una mujer tranquila, con buena energía.

Al principio, Vera no paraba de meterse en nuestra relación. Una vez me aconsejó:

—Loles, tienes que pelearte con él y luego hacer las paces. La reconciliación es lo más dulce, y así te querrá más.

Le hice caso: me inventaba broncas y después nos reconciliábamos. Hasta que un día pensé:

—¿Para qué quiero pelearme con Román? Vera no da buenos consejos.

Empecé a actuar por mí misma, y a Vera no le gustó. Intentó seguir controlando, pero ya no le hacía caso.

—Veo que te las apañas sola en el amor —me dijo—. Ojo, no vaya a salirte mal…

Pero no le di importancia.

Pasó el tiempo. Llegó mi cumpleaños, y Román no apareció. En su lugar, vino Vera.

—Feliz cumple, Loles. ¿Esperabas a Román? No viene. Su madre me dijo que se fue al pueblo, su abuela está enferma. No sabe cuándo volverá.

En esa época no había móviles, así que no pude comprobarlo. Le creí.

Una semana después, seguía sin aparecer. Decidí ir a ver a su madre, que siempre fue amable conmigo. Pero al pasar por la plaza, lo vi con un grupo de amigos. Nos cruzamos la mirada, y él apartó la cara. Ellos se rieron. Me quedé helada, sin saber qué hacer.

Cuando llegué a casa, me derrumbé.

—¿Por qué me hizo esto? ¿Merecía una explicación? —El orgullo no me dejó ir a preguntarle, aunque después me arrepentí.

Lloré a escondidas durante meses. Soñaba que un día llamaría a la puerta y todo volvería a ser como antes.

Hasta que un día apareció Vera.

—¿Sigues así? Román ya sale con otra. Olvídalo, si ni se acuerda de ti.

Poco después lo vi con otra chica. Me destrozó, aunque seguí esperando milagros. No llegaron.

Una primavera, de vuelta a casa, me topé con una boda. Ni se me ocurrió que sería la suya. Iba de frente, sin escapatoria. Nuestras miradas se cruzaron. Él, feliz, me lanzó un “hola” desganado.

Apenas respiré. Seguí caminando, como en trance. En casa lloré como nunca.

—Son las últimas lágrimas por él —decidí—. Él ríe, y yo sufro.

Y así fue. Me mudé de ciudad, empecé de cero. No quería cruzarme más con él. Año y medio después, me casé con Jaime, un hombre bueno y fiel. Él me amaba, yo… no estaba segura.

Con el tiempo entendí que la vida me había premiado: un marido cariñoso, dos hijos maravillosos, tranquilidad. Volvía poco a mi pueblo, solo para visitar a mi madre. Hasta que un día, volviendo del supermercado, me topé con Vera. No la reconocí al principio. Se veía mayor, cansada, la vida no le había tratado bien.

—Lola, ¿eres tú? —me llamó.

—Madre mía, Vera, casi no te reconozco.

—Qué guapa estás —dijo—. Se te nota feliz. Yo… —hizo un gesto de resignación—. Menos mal que te vi. Necesito contarte algo. Perdóname, si puedes.

—¿Perdonarte? ¿Por qué? —pregunté, sincera.

—Por todo lo que hice. Dios me castigó. Estoy sola, los matrimoniosPero hoy, al ver a Román, entendí que ya no guardo rencor, que la vida me ha dado algo mejor de lo que pude imaginar, y que todo, hasta el dolor, tuvo su razón de ser.

Rate article
MagistrUm
Perdona si puedes, amiga