Perdóname si puedes, amiga
Apretujada en el autobús abarrotado, Lola se sentó rápidamente en el primer asiento libre. El día no había empezado bien: el secador se rompió, su marido se quejó de los huevos quemados. Sin desayunar, salió corriendo de casa hacia el trabajo.
Suele ir con su marido, le queda de paso, pero desde hace tres días el coche está en el taller. El trayecto era largo, así que se giró hacia la ventana, distraída con el ir y venir de la gente y los edificios…
Algo la inquietaba, no sabía qué. Hasta que sintió una mirada penetrante. Al volverse, se encontró con unos ojos grises familiares. Era Román, su primer y desdichado amor. Él sonreía.
—Hola —dijo, sentado casi a su lado—. Te reconocí al instante, no has cambiado casi nada.
—Hola. Qué sorpresa verte —contestó ella.
—¿Cómo estás? —preguntó él.
—Bien —mintió—. ¿Y tú?
Quería oír que su vida era un desastre, que su esposa lo había dejado, algo así. Pero él respondió:
—Todo bien. Mi mujer trabaja, mi hijo terminó la universidad y se fue a la playa. —Iba a añadir algo, pero miró por la ventana y se levantó—: Perdona, esta es mi parada.
Salió del autobús y le hizo un gesto desde la acera antes de perderse entre la multitud. Lola se quedó repasando sus palabras. Mentira que no hubiera cambiado: antes era una chica delgada, ahora rozaba los cuarenta con curvas, aunque no demasiadas. Aún así, el cumplido de Román le gustó.
El corazón le latía fuerte. Cuánto había soñado con este encuentro… Claro, ella se imaginaba próspera, a él derrotado. Pero él tampoco era el chico delgado de antes, sino un hombre calvo y seguro, con la misma mirada de siempre.
—Justo hoy tenía que tropezarme con él —pensó—, con lo mal que empezó el día…
Siguió el viaje, dándole vueltas al reencuentro.
—¿Para qué? Solo ha removido cosas. ¿Por qué tenía que pasar?
Recordó citas románticas, flores silvestres, besos y promesas. Pero llegó a su parada, bajó y se dirigió rápido al trabajo.
La jornada se hizo eterna. No podía concentrarse.
—Vaya cómo me ha descolocado verlo —pensó de vuelta a casa.
Nada más entrar, sonó el teléfono:
—Lola, iré a recoger el coche al taller y pasaré por el garaje. Cena sin mí —dijo su marido, Javier.
No tenía hambre. Se sentó en el sofá, encendió la tele, pero no veía nada. La memoria la arrastró a recuerdos amargos: la pelea con Román. Por algo insignificante, ahora lo veía claro. Lo pilló con otra, agarrado del brazo.
Fue su amiga Verónica quien los presentó. Él era su vecino. Verónica se creía experta en amor y le daba consejos. Lola debió seguir su instinto, pero la escuchó.
Con Román vivió su primer amor, un sentimiento nuevo que la llevó a actuar sin pensar. Él le recitaba poemas que escribía para ella, y a ella le parecían lo más hermoso. Creía que duraría para siempre.
Un día, paseando abrazados, una mujer les sonrió y se detuvo.
—Hola —dijo, mirando a Lola. Román soltó su hombro y rio.
—Hola, mamá. ¿Qué haces por aquí?
Era su madre. Lola enrojeció.
—Vengo de casa de tu abuela, está resfriada. ¿Y vosotros? ¿Paseando? Así que tú eres Lola.
—Sí, ella es —confirmó Román.
—No te avergüences —le dijo su madre—. Román me ha hablado mucho de ti. Me alegra que salgas con una chica tan buena.
Lola le gustó. Era amable y tranquila.
Al principio, Verónica se entrometía en su relación. Una vez le aconsejó:
—Lola, tienes que pelearte con él y luego hacer las paces. Así os queréis más.
Siguió el guión: peleas tontas, reconciliaciones. Hasta que un día pensó:
—No quiero discutir con Román. ¿Para qué? Verónica no da buenos consejos.
Dejó de hacerle caso. A Verónica no le gustó.
—Veo que ya te las apañas sola —le dijo—. Ojalá no te arrepientas…
Pasó el tiempo. En su cumpleaños, esperó a Román, pero no apareció. Sí Verónica.
—Feliz cumpleaños. Román no viene. Su madre dice que se fue al pueblo. Su abuela está enferma. No sabe cuándo volverá.
No había móviles, no podía confirmarlo. Una semana después, decidió ir a casa de su madre. Al pasar por el club, lo vio con amigos. Él la miró y apartó la vista. Ellos se rieron.
Lola dio media vuelta y corrió a casa. Una vez allí, lloró sin control.
—¿Por qué me hizo esto? —se preguntaba. La orgullo la frenó de buscarlo, aunque luego lo lamentó.
Pasó meses añorándolo, llorando a escondidas. Soñaba que volvería, que se reconciliarían. Pero no ocurrió. Verónica regresó.
—¿Sigues así? Román sale con otra. Olvídalo.
Lo vio con otra chica. Le dolió, pero siguió esperando. Hasta que un día de primavera, tropezó con una boda. El novio era Román.
Al cruzarse, él le sonrió.
—Hola —dijo, despreocupado.
Ella no pudo hablar. Siguió caminando, como en una niebla. En casa, lloró amargamente.
—Serán las últimas lágrimas por él —decidió.
Y lo cumplió. Se mudó, empezó de nuevo. Un año y medio después, se casó con Javier, un hombre bueno y fiel. Con el tiempo, entendió que la vida le había dado una familia maravillosa.
Volvió poco a su ciudad natal. En una visita, tropezó con Verónica, ahora avejentada y amargada.
—Lola, ¡eres tú! —exclamó—. Qué guapa estás. Se te nota feliz. Yo… —suspiró—. Necesito decirte algo. Perdóname si puedes.
—¿Perdonarte? ¿Por qué?
—Por lo que hice. Dios me castigó. Arruiné lo vuestro. Le dije a Román que salías con otro. Él me creyó. Hasta le presenté a su futura mujer.
—¿Por qué? —preguntó Lola, shockeada.
—Os envidiaba. Él te quería tanto… Una vez me dijeron: «Al romper un corazón, no olvides que los fragmentos también te cortarán». Tenía razón.
Lola no la perdonó entonces. Pero hoy, al ver a Román, entendió que ya lo había perdonado todo. Quizá ese encuentro fue para recordarle que la vida sigue su curso. Tenía una familia maravillosa. Con Román… quién sabe.