Perdona la espera interminable…

**Diario de Javier**

Hacía años que no pisaba mi pueblo. Los primeros dos años de universidad en Madrid aún volvía en vacaciones. Mi madre, claro, me atiborraba de comida, preparando todos mis platos favoritos. Después de hartarme, a los tres o cuatro días empezaba a aburrirme. Mis amigos se habían ido, no había nada que hacer.

El pueblo era pequeño, lo conocía como la palma de mi mano. En un par de horas lo recorría entero. Después de dormir y pasear una semana más, ya quería volver.

Mi madre insistía en que me quedara otra semana, pero yo inventaba excusas y me iba con el corazón ligero. Madrid me llamaba con su ruido, su vida. Allí no te morías de aburrimiento, siempre había algo que hacer. Ya tenía amigos, vida. ¿Qué iba a hacer aquí? Todo era monótono, insípido.

En tercero empecé a trabajar en un local de comida rápida. Turnos de tarde, hasta el cierre, justo cuando llegaba la juventud. Me gustaba esa vida. Y el dinero nunca sobra. Con la beca no llegaba. Orgulloso, rechacé la ayuda de mi madre. Ella llamaba, me pedía que volviera al menos por Navidad. Prometí, aunque sabía que en el trabajo sería temporada alta.

Pasaron las fiestas, retomé las clases. El viaje a casa lo pospuse para el verano. Pero cuando llegó el calor, me pasé a jornada completa. La vida en Madrid era un torbellino, el tiempo volaba. Y de pronto, ya tenía el título en la mano. Fiesta tras fiesta con los compañeros. ¿Cuándo volveríamos a vernos?

Entonces un amigo me ofreció ir a trabajar a Grecia.

—Ven conmigo. Cumples todos los requisitos. Pero decide ya. Hay que hacer los papeles. El que iba conmigo se echó atrás. Su novia está embarazada, quiere casarse. Así que, si aceptas, no te arrepentirás. Contrato de un año. Sabes inglés decente. El griego lo aprendes sobre la marcha.

—Mientras somos jóvenes, hay que ver mundo. Luego vendrán trabajos, matrimonio, hijos, viajes fugaces cada tres años. Baila, chaval, mientras puedas —cantó mi amigo, desafinando.

Acepté. Días frenéticos de médicos, papeles, trámites. La víspera del viaje llamé a mi madre. Le prometí, avergonzado, que volvería en un año y que iría a verla.

—¿Un año entero, hijo mío? ¿No podrías venir aunque sea un día? Ya ni recuerdo tu cara —suplicó ella.

—Perdona. Mañana vuelo, ya tengo los billetes. No puedo dejar colgado a la empresa ni a mi amigo. Te quiero, mamá, llamaré…

En Grecia vivíamos en el hotel, comíamos allí mismo. Quien quería, alquilaba algo. Gastábamos poco, ahorrábamos. Hacíamos de todo. No podías relajarte, cualquier error suponía una multa. Pero a mí me gustó.

Volví tres años después. Compré un piso con hipoteca, encontré trabajo. Llamaba a mi madre, pero corriendo. Prometía ir, en cuanto terminara unos asuntos. Pero unos asuntos daban paso a otros.

Un finde salimos de fiesta con mi amigo. Bebimos, bailamos, lo pasamos bien. Desperté en mi cama con una chica. Ni fea ni guapa, no distinguía bien. Tenía un mechón de pelo oscuro sobre la cara. No me atreví a apartarlo, por no despertarla. No recordaba su nombre ni cómo había llegado a mi casa.

Salí de la cama con cuidado y fui a la cocina. Bebí agua del grifo, luego me metí en la ducha. Me quedé bajo el chorro caliente, pensando cómo echarla sin faltar al respeto.

Al salir, fresco y casi sobrio, la chica ya estaba en la cocina. Gracias a Dios, era guapa. Llevaba puesta mi camisa sobre el cuerpo desnudo, dejando ver unas piernas esbeltas. Se veía tan impresionante que olvidé que quería echarla. Olía a café recién hecho, en el plato había lonchas finas de jamón serrano.

—Perdona, pero en tu nevera no había mucho más —me sonrió.

Después del café, volvimos a la cama…

Se llamaba Noelia. Dudé que fuera su nombre real, pero no pregunté. ¿Qué más daba? Lo importante era que no ponía condiciones. Noelia se quedó un mes.

Me gustaba, me atraía sexualmente. ¿Qué más podía pedir un tío joven? Con ella era fácil, divertido. No cocinaba ni quería aprender. Pedíamos pizza o íbamos a bares.

En ese mes, jamás dormí bien. Noelia no trabajaba. Decía que buscaba su camino. Yo salía a trabajar, ella seguía durmiendo. Por la noche me arrastraba a discotecas, donde bebíamos hasta tarde.

El cansancio y la irritación se acumulaban. Sabía que esa vida no me convenía. Mi jefe me miraba con sospecha. Y respecto a Noelia, no me engañaba. Vivía de tíos que pagaban por su cuerpo. Había que terminar con el desmadre antes de perder el empleo. El dinero se esfumaba. Pero no podía echarla a la calle.

No se me ocurrió otra cosa que escaparme a mi pueblo ese fin de semana, para pensar con claridad, esperando que Noelia lo entendiera y se fuera sola. Compré regalos para mi madre y, desde la estación, llamé a Noelia para decirle que me iba a casa y no sabía cuándo volvería.

—¿Y yo qué? —preguntó ella, arrastrando las palabras, ofendida.

La imaginé sentada en el sofá, piernas largas extendidas, bata corta, móvil en mano. Pero esa imagen ya no me provocaba lo de antes.

—Haz lo que quieras —dije y colgué.

Todo el viaje pensé en llegar, tocar el timbre, escuchar el tintineo amortiguado tras la puerta, luego pasos. Mi madre abriría, gritaría de alegría, abriría los brazos…

Me daba un poco de vergüenza no llamar más, no ir. Tenía derecho a enfadarse. Mi padre murió cuando yo tenía quince. Mi madre era joven, podía haber rehY cuando finalmente abrió la puerta, con sus ojos brillando de alegría y ese olor a lirios que siempre llevaba, supe que había vuelto al único lugar donde realmente pertenecía.

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