**8 de marzo**
Abro un ojo y al instante lo cierro. El sol de marzo, bajo y despiadado, se cuela por la ventana y me golpea en la cara. Me retuerzo en la cama revuelta, intentando esquivarlo.
—¿Despierto, borrachín? —La voz de mi esposa corta el aire—. Ábreme esos ojillos sinvergüenzas, quiero verlos. Los demás maridos son normales: regalos, flores… Y tú, anoche, hasta perder el conocimiento. ¿O no te acuerdas de qué día es hoy?
Me arrimo a la pared y, al fin, logro abrir los ojos. Entre las rendijas de mis párpados, veo a Catalina plantada frente a mí, con las manos en las caderas.
—¿Q-qué día? —pregunto, sinceramente confundido.
—¡El 8 de marzo, por Dios! El Día de la Mujer. Yo debería estar celebrando, y aquí estás tú, hecho un zarrapastro. No me da ni vergüenza mirarte. Pensaba que tomaríamos algo juntos, yo hasta guardé un vino bueno que me trajo nuestra hija. Pero tú, miserable, lo encontraste y te lo zampaste. ¿No te basta con el vodka?
No tengo tiempo de cubrirme cuando la zapatilla, lanzada con puntería de francotiradora, me golpea en la frente.
—Toma…
La segunda zapatilla la esquivo bajo las cobijas. Menos mal que solo hay dos. Asomo la nariz.
—Catalina, perdóname. Juro que lo arreglaré. —Eructo y trato de levantarme, pero me enredo en la sábana.
Ella hace un gesto de desprecio y desaparece en la cocina. El sonido de platos chocando me dice que está furiosa y que esto no terminará pronto.
Decido no tentar al diablo y escapar de casa. Me deslizo sigiloso, paso junto a la cocina y entro al baño. Me salpico la cara con agua del grifo, vacío el vaso de los cepillos de dientes, lo lleno y bebo con ansia. Aliso mis escasos cabellos con la mano mojada. Catalina sigue haciendo ruido.
Vuelvo a la habitación, me visto y salgo al recibidor. Al ponerme los zapatos, pierdo el equilibrio y casi caigo. Ella asoma la cabeza.
—¿Adónde crees que vas, borracho?
—Catalina, enseguida vuelvo… —Arranco la chaqueta del perchero y retrocedo hacia la puerta.
—¡Espera! —grita, avanzando con su imponente pecho, pero ya estoy fuera, cerrando la puerta de golpe.
—Si vuelves, te vas a enterar… —su voz se pierde mientras bajo las escaleras.
Afuera brilla el sol, el goteo de los aleros suena como tambores y el asfalto asoma bajo el hielo derretido. Hombres pasan con ramos de mimosa amarilla o tulipanes de colores.
—Oiga, ¿qué hora es? —le pregunto a uno con un ramo esponjoso.
—Hora de curarse la resaca —responde sin mirarme.
—Ya lo creo —murmuro y sigo caminando. En realidad quería saber dónde compró las flores.
—Chico, ¿dónde las has comprado? —le digo a un joven.
—Allí. —Señala atrás.
—Ah. —Camino hacia donde indica.
Pronto veo a una mujer junto al semáforo, con una caja de ramos de mimosa. Me acerco rápido. Necesito flores para calmar a Catalina y, con suerte, ganarme una copa. Pero al llegar, solo queda una ramita mustia.
—Llévatela, con descuento —dice, mirándome con complicidad.
—Quería un ramo… ¿No hay más?
—No —imita mi tono—. Si quieres, espera. Llamo y traen más.
Decido que esa ramita solo empeoraría las cosas. Si hay tantos hombres con flores, debe haber otro puesto. Reviso mis bolsillos, no recuerdo si tengo dinero. Encuentro un billete arrugado de diez euros. No sé cuánto cuestan las flores.
Un vendedor con acento canario me dice que con eso solo me da un tulipán. No es suficiente. Necesito dinero.
«¡Alejandro me debe cincuenta euros!». Voy a su casa. Su mujer, Sofía, una arpía que lo tiene dominado, abre.
—¿Quién es? —pregunta.
—Soy yo. Alejandro me debe dinero. Urge.
Silencio. Luego grita:
—¡Ahora mismo te doy lo que no podrás llevar!
La puerto se abre un poco y aparece su mano haciendo un gesto obsceno.
—¡Toma!
Tiro de la puerta y ella sale disparada. Detrás, asoma Alejandro, enclenque, con una camiseta de «Alcohólicos Anónimos» y calzoncillos floreados.
—Alejandro, sé buen tipo… —grito antes de que ella cierre.
«¿Dónde conseguir dinero? Debí revisar el abrigo de Catalina…».
Casi me caigo en un trozo de hielo. Me siento en un banco, agotado. Tengo sed y hambre. No he comido desde ayer.
Recuerdo cuando conocí a Catalina, cómo la amaba, la llevaba en brazos. Siempre le regalaba flores robadas de los parques. Criamos dos hijos. Nuestro hijo vive lejos, la hija nos visita… ¿Cuándo lo perdimos todo?
Estoy por comprar cerveza cuando veo a un chico con un ramo. Pide un cigarro.
—No fumo. Bebo, pero no fumo —digo, mirando las rosas rojas asomando en la bolsa.
Parece deprimido.
—¿No vino tu chica? —pregunto.
—Esperé cuarenta minutos. Ni me llama.
—Las flores también tienen frío —digo.
—Que se pudran —exclama, a punto de tirarlas.
Me levanto y lo detengo.
—No las tires. Dámelas. Se las daré a mi mujer. Es… —No termino. Él me las empuja.
—Tómalas.
Me quedo mudo. Siete rosas. ¡Siete!
Camino rápido a casa. Una vecina comenta:
—¿Dejaste la bebida? ¡Bravo! Catalina estará feliz.
—Feliz día… —murmuro y entro.
Subo las escaleras sintiéndome joven, casi más alto. Solo espero que Catalina no haya salido. Solo le regalé rosas dos veces: cuando me declaré y cuando nació nuestra hija.
Los olores de la comida me hacen rugir el estómago. Entro, me quito los zapatos.
—¿Ya volviste? —pregunta desde la cocina.
Entro con el ramo extendido, inmóvil como una estatua.
Ella se da vuelta y, al ver las rosas, grita, se lleva las manos al pecho y casi se desmaya.
—¿Qué? ¿El corazón? ¿Llamo a una ambulancia?
Ella niega, boquiabierta, mirando las rosas.
—¿Las robaste? —pregunta, tensa.
—No. Alejandro me pagó, las compré. —Miento, deseando ser héroe.
Ella se levanta, huele las flores.
—Huelen… —susurra, mirándome como hace años.
—Gracias. Lávate las manos, vamos a comer —dice con voz dulce, buscando el único jarrón de la casa.
Me siento un conquistador. En el baño, me veo al espejo: bolsas en los ojos, pero con orgullo.
En la mesa, un plato humeante de cocido. Ella pone nata y saca una botella de vino. Sirve dos copas.
—¿Brindamos? —digo, emocionado.
—Bueno, un poquito —sonríe.
Cuando guarda la botella, la miMientras brindábamos, nuestros dedos se entrelazaron sobre la mesa, y por primera vez en años, sentí que el tiempo se detenía para nosotros.