Perdí las ganas de ayudar a mi suegra cuando descubrí lo que había hecho. Pero tampoco puedo dejarla sola.

Perdí las ganas de ayudar a mi suegra cuando supe lo que hizo. Sin embargo, tampoco puedo abandonarla.

Tengo dos hijos. Cada uno de ellos tiene un padre distinto. Mi hija mayor se llama Rocío y ahora tiene dieciséis años. Su padre, Alejandro, le pasa la pensión puntualmente y sigue muy presente en su vida. Aunque Alejandro ya está casado de nuevo y con su segunda mujer ha tenido dos hijos más, nunca olvida a su hija Rocío.

Por otra parte, mi hijo no ha tenido tanta suerte. Hace dos años, mi segundo marido, Sergio, cayó gravemente enfermo y, tres días después, falleció en el hospital. Desde entonces ha pasado tiempo, pero sigo en la penumbra de la incredulidad. Muchas veces me parece que la puerta se va a abrir de un momento a otro y que él aparecerá, sonriendo como siempre y deseándome un buen día. Entonces, lloro durante horas, casi como si el reloj no avanzase.

Durante todos estos meses tan brumosos, la madre de Sergio, Carmen, nunca se separó de mi lado. A ella le dolía tanto como a mí: su hijo era su único niño. Nos manteníamos juntas, unidas como dos troncos ardiendo en la misma chimenea, sobrellevando la oscuridad. Nos llamábamos, nos visitábamos, compartíamos los recuerdos de Sergio casi hasta perder la noción del tiempo.

Incluso llegamos a imaginar que podríamos mudarnos juntas, como una extraña familia de dos, aunque al final Carmen prefirió otra idea y ahora han pasado siete años como si fueran un raro sueño donde siempre hay niebla y el reloj nunca está quieto. Nuestra relación era especial, como de mejores amigas sin secretos.

Cuando me quedé embarazada de mi hijo, recuerdo que Carmen, no sé por qué, mencionó en una sobremesa la idea de una prueba de paternidad. Había visto en la tele un reportaje donde un hombre criaba durante años a un hijo que no era suyo, solo para descubrirlo en el último momento, rodeado de gritos y aplausos en un plató.

Yo me reí, diciendo que eso eran tonterías de programas, que si un hombre dudaba de la paternidad es porque tampoco quería de verdad a ese niño, que esos hombres solo servían para los domingos.

Carmen insistía en que confiaba plenamente en que el hijo era de Sergio, y yo estaba segura de que, al nacer el niño, ella me pediría la prueba. Pero Carmen guardó silencio, como si una nube atravesara la sala sin dejar ni una sola gota.

Este verano, las cosas se torcieron. A Carmen le diagnosticaron una enfermedad grave y su salud se deterioró rápidamente. Decidimos que debía mudarse a Madrid, cerca de donde vivo yo, para poder cuidarla mejor. Contratamos a un agente inmobiliario y planeamos comprarle un pequeño piso.

Justo cuando arreglábamos todo, Carmen tuvo que ser ingresada y el agente nos pidió un certificado de defunción de su difunto marido para ciertos trámites. Como Carmen no era capaz de moverse, marché yo sola a su antiguo piso en Salamanca. Allí, mientras rebuscaba en una carpeta llena de papeles viejos, buscando el documento, me topé con algo inesperado: un sobre con una prueba de paternidad.

Supe entonces, como si lo soñara, que cuando mi hijo solo tenía dos meses, Carmen había ordenado una prueba que, por supuesto, confirmaba que Sergio era el padre. Sentí, de repente, que el suelo del salón se convertía en agua y yo no sabía nadar.

Me invadió un cabreo helado. Al final, nunca confió en mí. Durante todos estos años, Callada y afable, me lo había ocultado. No fui capaz de callármelo y se lo eché en cara. Carmen, entre lágrimas y susurros, me pidió perdón, repitiendo una y otra vez lo mucho que se arrepentía de aquella tontería.

A pesar de sus disculpas, no consigo tranquilizarme. Me siento traicionada, como si todas aquellas tardes de café y nostalgia se hubieran desvanecido entre las brumas de un sueño raro.

Ahora siento que no quiero ayudarle en nada. Pero sé también, con esa certeza amarga de las pesadillas, que no tiene a nadie más. No quiero que mi hijo pierda a su abuela, así que seguiré cuidando de Carmen. Sin embargo, la calidez y la confianza entre nosotras se han perdido para siempre, como si se hubieran quedado flotando en aquel extraño sueño.

Rate article
MagistrUm
Perdí las ganas de ayudar a mi suegra cuando descubrí lo que había hecho. Pero tampoco puedo dejarla sola.