Lo perdí todo por dejarme llevar por apariencias, y ahora pago el precio de mi estupidez.
Dicen que cada uno es el arquitecto de su propia desgracia, y yo soy un claro ejemplo de ello. Todo lo que me ha ocurrido es obra de mis propias acciones. No culpo al destino, la mala suerte ni a otras personas. Solo a mi ceguera, arrogancia y la ingenua obsesión por lo superficial, ignorando lo esencial.
Me llamo Ramón y soy de Salamanca. Ahora tengo 38 años y desde hace tres estoy en un matrimonio que ha sido más un desafío que una felicidad. Sin embargo, en su momento pensé que había encontrado la fortuna.
Por aquel entonces, a los 32, vivía solo, tenía un buen trabajo, dos pisos heredados de mi abuela y una pequeña tienda que alquilaba. Mis padres se mudaron a vivir a las afueras en una casa unifamiliar, mientras yo disfrutaba de mi soltería convencido de que estaba a punto de encontrar a “la indicada”.
Siempre soñé con una esposa de revista: alta, de figura perfecta, con cabello brillante y maquillaje impecable. Pensaba que una mujer así aseguraría mi éxito y provocaría la envidia de los demás.
Mientras tanto, mi mejor amiga Elena estaba siempre a mi lado. Inteligente, amable, con un sentido del humor sutil, siempre sabía cómo apoyarme. Paseábamos mucho, charlábamos abiertamente, y a veces después de salir, ella se quedaba en mi piso. Lo veía como algo normal, y no pensaba que para ella pudiera significar algo más.
Un día, al viajar con amigos a esquiar en Sierra Nevada, la conocí a ella, a Laura. Alta, llamativa, con labios rellenos, uñas largas y rizos dorados hasta la cintura. Era tal como imaginaba a mi “esposa perfecta”.
Duramos una semana apenas esquiando. En lugar de eso, nos quedamos en la habitación del hotel bebiendo, riendo y coqueteando. En un alocado impulso de alcohol y hormonas, como un tonto, le propuse matrimonio. Sí, allí mismo en la habitación, con voz medio dormida y una copa de cava en la mano.
Cuando Laura supo de mis propiedades, mi negocio y mis padres, solo sonrió discretamente y asintió. Pocos días después, ya se había mudado conmigo.
Al contárselo a Elena, ella quedó impactada. Sin alterarse, me dijo:
— Ramón, te has precipitado. Las mujeres de vacaciones rara vez vuelven por amor. Intenta conocerla mejor.
Me enfurecí. La acusé de estar celosa. Ni siquiera la invité a la boda. Pensé que solo estaba dolida porque no la elegí a ella.
Y pronto mi castillo de naipes se vino abajo.
Primero, Laura me prohibió tocarle el pecho:
— Tengo implantes. No puedes aplastarlos, ¿entiendes?
Después, descubrí que no cocinaba nada. Ni siquiera sabía encender la cafetera. ¿Ensaladas? ¿Cena? No. ¿Limpiar el polvo? Jamás. Todo lo hacía yo y, para colmo, nuestra comida la traía mi madre en tuppers.
Laura iba al salón, al spa y de compras como si fuera su trabajo. Gastaba mi dinero como si jugáramos a un Monopoly.
Cuando mencioné la posibilidad de tener hijos, ella me respondió fríamente:
— ¿Estás loco? Mi cuerpo es mi inversión. No antes de diez años.
Ya no hablábamos, coexistíamos. De lo que sea que iniciara conversación, ella no entendía o hacía ver que se aburría. Sus temas eran otros: uñas, depilación, historias en Instagram. Los míos eran melancolía.
Así que me acerqué de nuevo a Elena. Buscaba calidez, conversación, comprensión. Ella me escuchaba, me alentaba, hacía bromas, intentaba devolverme la confianza. Me quejaba, abría mi corazón, y ella siempre estaba allí.
Pero un día me dijo que se casaba. Con un conocido mío, Diego.
— Te quiero, Ramón — me confesó —. Siempre te he querido. Pero me cansé de esperar. Con Diego, aunque no haya pasión, estaré tranquila. Y eso, créeme, a veces es más importante.
Comprendí entonces todo. Todo lo que había perdido. Todo lo que destruí con mis manos.
Podría haber estado con una mujer que habría sido mi apoyo, una verdadera amiga, esposa, madre de mis hijos. Pero elegí una muñeca. Un envoltorio vacío.
Ahora vivo en una jaula de oro, junto a una mujer que me es ajena. No sé cuánto durará esta farsa. Pero sé una cosa con certeza: a Elena la perdí para siempre. Y esa es mi mayor equivocación.
Si estás leyendo esto y tienes a alguien a tu lado que te comprende, apoya y cuida, no lo dejes ir. No cambies lo real por lo decorado. Porque un día puedes despertar en sábanas de seda… y darte cuenta de que estás rodeado de vacío.