Estaba sentada en un parque, con el alma encogida. Una mujer de unos cuarenta años se acomodó junto a mí en el banco. Comenzamos a charlar, y de pronto, como si llevara años buscando oídos para desahogarse, vertió su relato: una historia de amor ciego, dolor y autodestrucción. Aún no sabía que aquel relato quedaría grabado en mi memoria para siempre. Ahora lo comparto contigo, quizá alguien necesite oírlo.
Se llamaba Lucía Hernández. Todo comenzó cuando tenía 23 años, recién licenciada en ADE, con un prometedor futuro en un banco de Madrid. Primer empleo, primeros triunfos. Hasta que apareció él: Alejandro Gómez. Un hombre corriente, pero con un magnetismo inexplicable. Se sentaba junto a ella en reuniones, buscaba su proximidad en cenas de empresa. Un día, tras un evento, se ofreció a llevar a una compañera a su pueblo de Guadalajara. «Para evitar habladurías», dijo, y aprovechó para confesarle su atracción. Al día siguiente llegó con un ramo de claveles rojos. Comenzaron un idilio de miradas, cenas y promesas. Lucía flotaba en una nube. Hasta aquel maldito día…
En la cena de Navidad de la empresa, Alejandro entró del brazo de una mujer sencilla. Los murmullos estallaron: «Es su esposa». El mundo se le vino encima. Pasó la noche llorando en su piso de Lavapiés, pero él apareció al amanecer con tulipanes blancos y lágrimas de arrepentimiento. Juró que su matrimonio era solo una farsa por los hijos, que su corazón era de ella. Y Lucía, necia, creyó.
Prometió divorciarse. Le pidió tiempo: primero hasta que su hijo mayor cumpliera seis años, luego hasta que el pequeño empezara el colegio. Cuando su esposa, Sofía, anunció un tercer embarazo, Alejandro llegó con ojos de cordero degollado: «¿Cómo la abandono ahora?». Y ella, como una estatua de sal, seguía esperando. Diez años de citas furtivas en hoteles de Carabanchel, de excusas y mentiras piadosas. Su madre intentó hacerla reaccionar, incluso visitó a los suegros de Alejandro en Alcalá de Henares. Allí encontró al «divorciado» jugando con sus hijos en el salón, besando la frente de su mujer con naturalidad. Dos vidas paralelas.
A los 33, Lucía era un espectro. Una década perdida entre lágrimas y promesas rotas. La vida pasaba de largo mientras ella coleccionaba espejismos. Hasta que un día rompió el hechizo. Conoció a David, un profesor de Toledo sin grandilocuencias pero con manos limpias. A los 35 fue madre. Hoy su hija Carla estudia Bachillerato. «Parí cuando estaba preparada para amar», dice. «Elegí a quien merecía mi corazón. Y me perdoné por tanta ceguera».
¿Y Alejandro? Sigue en su casa de las afueras. A veces le escribe, comenta sus historias de Instagram, susurra nostalgias por WhatsApp. Pero Lucía ya no mira atrás. Sabe el valor exacto de sus lágrimas, de sus risas, de cada amanecer junto a quien la eligió sin segundas partes.