«Pensé que no vendrías…» — una historia de regreso
Cuando Javier llegó a casa después del trabajo, dejó su bolsa en el suelo y, tras quitarse los zapatos, entró en la cocina:
—¿Qué hay para cenar? —preguntó con naturalidad.
Lucía ni siquiera se volvió.
—Nada. Pero no importa. Hoy hablé con la dueña del piso. Le dije que nos iremos a finales de mes.
Javier se quedó congelado.
—¿Qué? Habíamos acordado que aún no teníamos otro sitio.
—¿Y para qué buscarlo? —dijo ella, girándose con una sonrisa—. Nos mudamos… a la casa de tu exmujer, Carmen.
Se dejó caer en una silla, aturdido.
—Lucía, ¿estás en tus cabales?
—Completamente. Tú mismo dijiste que aún te pertenece parte del piso. Ahorraremos dinero, ya encontré una guardería para Pablo cerca, y los supermercados están a mano.
Javier sentía que le faltaba el aire. Hacía tiempo que no se sentía dueño de su vida. El trabajo pagaba menos, la obra en la que había puesto sus esperanzas estaba retrasada, y el dinero no alcanzaba.
Con Lucía las cosas no iban bien desde hacía tiempo. Era más joven, exigente y acostumbrada al lujo. Antes le parecía atractivo. Ahora era agotador.
Dudó mucho, pero al final llamó a Carmen.
—Tenemos problemas. Necesitamos un sitio para vivir unos meses.
—Es tu casa también, Javier. Claro que puedes venir —respondió ella con calma.
Cuando llegaron, Lucía miró el piso y frunció el ceño con desdén:
—Está oscuro —dijo, y recorrió las habitaciones sin quitarse los zapatos—. Vale.
Carmen lo aguantó todo en silencio. Pero al llegar a la cocina, puso condiciones:
—Limpiamos por turnos. Cada uno cocina su comida. La nevera es compartida, pero con estantes separados.
Lucía se indignó:
—¡No vinimos a vivir bajo reglas!
—Y yo no abrí una pensión —replicó Carmen sin alzar la voz.
El mes siguiente fue una pesadilla. Lucía se quejaba de Carmen, insinuaba que debía irse. Pero Carmen no cedió. Javier callaba, porque sabía que la culpa era suya.
Un día, Carmen anunció:
—Me iré a casa de mis padres un tiempo. Pero, por favor, no arruinéis el piso.
Lucía apenas disimuló su alegría. Al día siguiente, retomó el tema:
—Encargué un proyecto de diseño, elegí los azulejos, hay que pagar…
Javier estalló:
—¿Te has vuelto loca? ¡No hablamos de esto! ¡No gastaré ni un euro!
—¿Y quién eres tú para decidir? —espetó ella—. Hace tiempo que no eres un marido, solo una cartera vacía.
Esa noche, hizo las maletas.
—Pablo y yo nos vamos a Bilbao. Si quieres recuperarnos, ven. Y trae dinero.
Javier sacó su tarjeta en silencio y la tiró en la bolsa.
—Veré a mi hijo los domingos.
Cuando la puerta se cerró tras ellas, Javier sintió libertad por primera vez en años. Se quedó frente a la ventana, mirando el río.
Una semana después, Carmen regresó. Callada, como siempre. Él oyó el agua de la bañera y corrió, olvidando que ya no estaban solos.
—Perdona… —murmuró al verla.
Ella entró en la cocina, y él, sin mirarla, dijo:
—Creo que aún te quiero.
—Yo también, Javier. Pero no hay vuelta atrás. Solo empezar de nuevo.
—Estoy listo —susurró él.
—Listo, dice… —sonrió ella—. Me temo que tendré que mantenerte otra vez. ¿Tienes hambre?
—Claro. No he comido nada hoy.
—Pues pela patatas. Aquí, por cierto, hacemos todo solos.
Y así, entre risas y recuerdos, aprendieron que a veces el amor no se pierde, solo se esconde hasta que el corazón vuelve a abrirle la puerta.