«Pensé que no regresarías…» — una historia de regreso

*Diario personal*

Pensé que no volverías… La historia de un regreso.

Cuando Adrián llegó a casa después del trabajo, dejó la bolsa en el suelo, se quitó los zapatos y entró en la cocina:

—¿Qué hay para cenar? —preguntó, como de costumbre.

Almudena ni siquiera se giró.

—Nada. Pero no importa. Hoy hablé con la casera. Le dije que nos íbamos a final de mes.

Adrián se quedó helado.

—¿Qué? Habíamos quedado en que todavía no teníamos otro sitio.

—¿Y para qué buscarlo? —Ella se volvió con una sonrisa—. Nos mudamos… a casa de tu exmujer, Irene.

Se dejó caer en una silla, aturdido.

—Almudena, ¿estás en tus cabales?

—Totalmente. Tú mismo dijiste que parte del piso sigue siendo tuyo. Ahorraremos dinero, ya encontré una guardería para Daniel cerca, y los supermercados están a mano.

A Adrián le faltaba el aire. Hacía tiempo que no se sentía dueño de su vida. El trabajo pagaba menos, la obra en la que había puesto sus esperanzas se retrasó, y el dinero escaseaba.

Con Almudena, todo había ido cuesta abajo. Era más joven, exigente y acostumbrada al lujo. Al principio, eso le atrajo. Ahora lo agotaba.

Dudó, pero al final llamó a Irene.

—Tenemos problemas. Necesitamos un lugar para vivir un par de meses.

—Es tu piso también, Adrián. Claro que sí, ven —respondió ella con calma.

Al llegar, Almudena miró alrededor y arrugó la nariz:

—Está oscuro —dijo, mientras caminaba por las habitaciones con los zapatos puestos—. Vale.

Irene lo aguantó todo en silencio. Pero cuando llegó a la cocina, puso normas:

—Limpiamos por turnos. Cada uno cocina su comida. La nevera es compartida, pero con estantes separados.

Almudena se indignó:

—¡No hemos venido aquí para seguir reglas!

—Y no os hemos contratado como huéspedes —replicó Irene, sin subir la voz.

El mes siguiente fue una pesadilla. Almudena se quejaba de todo, insinuando que Irene debería irse. Pero Irene aguantó. Adrián callaba, porque sabía que era culpable.

Un día, Irene anunció:

—Iré a casa de mis padres. A descansar. Solo os pido que no destrozéis el piso.

Almudena apenas disimulaba su alegría. Al día siguiente, retomó el tema:

—He encargado un proyecto de decoración, elegido azulejos… hay que pagar.

Adrián estalló:

—¿Te has vuelto loca? ¡No hemos hablado de eso! ¡No pienso dar un euro!

—¿Y tú quién eres para decidir? —replicó ella—. Hace tiempo que no eres mi marido, solo una cartera vacía.

Esa noche, hizo las maletas.

—Daniel y yo nos vamos a Valencia. Si quieres que volvamos, ven a buscarnos. Y trae dinero.

Adrián, en silencio, sacó la tarjeta y la tiró en su bolso.

—Veré a mi hijo los domingos.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, Adrián sintió libertad por primera vez en años. Se quedó junto a la ventana, mirando el río.

Una semana después, Irene regresó. Callada, como siempre. Al oír el agua en el baño, corrió, olvidando que ya no estaban solos.

—Perdón… —murmuró al verla.

Ella fue a la cocina, y él, sin girarse, dijo:

—Creo que aún te quiero.

—Yo también, Adrián. Pero no hay vuelta atrás. Solo empezar de nuevo.

—Estoy preparado —susurró él.

—Preparado, dice… —sonrió ella—. Seguro que acabo manteniéndote otra vez. Bueno, ¿tienes hambre?

—Claro. No he comido nada hoy.

—Entonces pela patatas. Aquí, por cierto, hacemos todo nosotros mismos.

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