PENSANDO EN VOZ ALTA.

¡Claro, te cuento! Esta mañana me desperté a las ocho y casi me pierdo el curro. La cama estaba tan calentita y el edredón tan acogedor que no quería salir de mi nidito. Me enrollé hasta la cabeza y, como un crío, esperé a que sonara el despertador. Quizá, en el fondo, soñaba con que mi madre me estuviera preparando en la cocina unos deliciosos torrijas con pasas o unas croquetas de pollo, y que pronto me llamara a desayunar.

Aun con los treinta y cinco años ya cumplidos, sigo deseando sentirme el niño consentido que mamá siempre mimó. Pero el despertador, hoy, no fue mi aliado, sino un traidor: no sonó a la hora.

Mi mujer, Teresa, ya estaba levantada y se hacía cargo de llevar al cole a nuestro hijo Samuel y a nuestra hija Nerea.
¿Por qué no me despertaste? le pregunté, medio molesto, sin darle el beso de siempre.
Que tienes el despertador, ¿no? contestó Teresa. ¿No habrá fallado? Siempre te levantas con él. Pensé que habías cambiado el horario de clases y quise no molestarte, haciendo todo en silencio.

Me vestí a toda prisa, rechacé el desayuno que me ofrecía no había tiempo, llegaba tarde y la eché la culpa a Teresa, “por tu culpa, querida”. Mientras ella cerraba la puerta detrás de mí, escuché sus pensamientos:
Siempre pasa lo mismo, él se duerme y yo la culpa recae en mí. Ni un beso de despedida. Hace meses que no hablamos de corazón, nos hemos alejado. Necesitamos cambiar algo, me da pena que la vida no sea la que soñamos. Digo que era un hombre atento y divertido, ¿qué habrá pasado?

¿Qué dices, Teresa? le pregunté, volteando.
Nada, no dije nada. Apúrate, que el director no me perdonará si llegas tarde. ¡Hasta la vicaría Nuria nos está mirando! me lanzó un beso al aire y se fue, agitándome la mano con una sonrisa.

En la parada del autobús solo esperé unos minutos, mirando el reloj y suspirando.
Tengo que llegar a tiempo al aula o el director me dará con los huevos, y la vicaría Nuria le echará leña al fuego, que no sé por qué me tiene tanto en la mira pensaba mientras me balanceaba.

El día estaba gris y frío. La nieve caía lenta, como si estuviera triste, y mi cabeza se llenaba de imágenes negras y blancas. El estómago rugía, pidiendo al menos un té helado y un bocadillo. Pero lo peor no era el hambre; era que empezaba a oír los pensamientos ajenos, como si se colaran por mis oídos y se quedaran atascados allí cada vez que miraba a alguien.

Eran fragmentos de frases, a veces maldiciones, reproches o palabras sucias. Trato de mirar al suelo, a la acera donde los copos de nieve terminan su efímera vida con un par de giros. ¿Serán esos saltos de cuerdas, piruetas o alguna técnica de patinaje? ¿Qué habrá en la cabeza de esas nieves? No lo sé, pero me mareaba.

Sentía como si mi cabeza fuera una alcantarilla ruidosa, y pensé que tal vez me estaba volviendo loco. Me surgió la pregunta:
¿Podrán todos leer pensamientos? Nunca me había pasado. ¿Será una enfermedad? ¿Es contagiosa? Si cierro los ojos, ¿desaparecerá? No, sigue igual, esas voces odiosas no se callan.

Al doblar la esquina apareció el autobús número 1. La gente se agolpó para subir. Una anciana de abrigo anticuado y pañuelo verde, muy gastado, me dio un empujón en la espalda. Al girarme, escuché su pensamiento:
¡Qué gente inútil! Van y vienen estos intelectuales sin remedio. Mejor que barran las calles que enseñen a nuestros hijos. ¡Mírame, este tonto, me dan ganas de abrazarlo y llorar, luego estrangularlo para que no lea libros!

¿Qué me dice, señora? le pregunté.
Nada, joven, nada respondió, entrando en el autobús sin más.

Tenía que llegar a la primera clase de física, no podía perderme la lección. Así que, dejando atrás a la anciana, me colé entre la gente y me apoyé contra la puerta helada del autobús. No tenía dinero para el billete, así que me quedé con el transporte público, donde en hora punta se ven guardias de orden público con sus abrigos de plumas, todos corriendo a sus asuntos urgentes.

En el escalón del autobús estaba Ana, una alumna del 10.º B.
¡Buenos días, profesor Diego! exclamó, casi sin mirarme.
Buenos días, Ana respondí, intentando no escuchar sus ideas. ¿Crees que llegaremos a tiempo?

¡Qué guapo eres, profe! Alto, de ojos azules, parece sacado de una novela. Tal vez me enamoraría de ti pensó ella, pero yo solo me limité a sonreír.

Después de la parada, en la puerta del cole me esperaba una mujer. Resultó ser la madre de Víctor, un alumno que lleva un mes sin ir a clase porque está en el hospital con una fractura grave.
Buenos días, profesor Diego. Necesitamos que le dé clases de física a Víctor, ya sea en casa o por Zoom. No será gratis dijo, y en su cabeza pensé:
No hay dinero, todo la operación nos dejó sin pasta. Tendré que buscar ayuda, quizá la directora Nuria nos pida una cantidad imposible. Pero el hijo necesita ayuda, haré lo que sea.

Yo le respondí:
No se preocupe, le enviaré la contraseña de mi Zoom esta tarde. Le ayudaré con álgebra y geometría también. Todo saldrá bien, y pronto Víctor caminará solo.

Muchas gracias sollozó, entregándome una bolsa de manzanas de su huerto. Al abrirla, las manzanas rojas me devolvieron la sonrisa.

En el pasillo del cole saludé a la vicaría Nuria. Aunque no quería saber lo que pensaba, escuché:
¡Qué desorden! Voy a fastidiarle la vida, cambiarle el horario cada día. Que siga sin recibir ni una asignatura extra, que se quede con su salario de mierda y que su mujer lo abandone.

Con una sonrisa, entré a mi aula; faltaban quince minutos para la clase. Saqué el móvil de la mochila y, en el bolsillo interno, encontré el paquete que Teresa había dejado: mi desayuno y un termo con café caliente. ¡Menuda sorpresa!

Durante el recreo entró Marta, alumna de 8.º A, sin mirarme a los ojos.
¿Qué quieres, Marta? le dije.
Escuché su pensamiento:
¿Por qué la vicaría Nuria me quiere? Déjame salir, que me promete buena nota.

Salí disparado del salón y choqué contra Nuria en la puerta. Pensé: «Si sigue con estos actos, tendré que buscar otro curro».

Al terminar la tercera clase, me llamó Carlos, un compa de la universidad que ahora dirige un liceo privado. Me ofreció un puesto allí. Decidí pensarlo y, antes, invitar a Teresa a cenar en una cafetería. Esa misma tarde llegó el salario a mi cuenta; 2.500 euros, suficiente para vivir sin preocupaciones. Me di cuenta de que mi mayor tesoro no es el dinero ni los diamantes, sino mi esposa, mis hijos y mi buen corazón.

Al cerrar la puerta del cole, una bola de nieve me cayó en la cabeza. Ignoré el golpe y salí, pensando en reconciliarme con Teresa.
Ojalá no vuelva a oír esos pensamientos ajenos, aunque hoy me han sido útiles me dije mientras compraba un ramo de crisantemos blancos en la estación de metro. Pagé con mi tarjeta y, por primera vez, ya no escuché lo que ella pensaba.

¡Qué suerte la mía! reflexioné, viendo a Teresa correr hacia mí con una sonrisa radiante, el pelo despeinado y una hebra fuera de su peinado. La toqué con delicadeza y le di un beso en la melena; olía a casa y a calor.

Las nieves seguían girando en el aire, como pequeños acróbatas. Tal vez fueron ellas las que, con sus alas blancas, ayudaron a que Teresa y yo volviéramos a estar bien.

Rate article
MagistrUm
PENSANDO EN VOZ ALTA.