PENSAMIENTOS EN VOZ ALTA.

PENSAR EN VOZ ALTA

Hoy casi me quedo dormido en la cama, sin ganas de abandonar mi nidito de manta tibia. Me envolví hasta la cabeza y, como un crío, esperé a que sonara el despertador. Quizá, en secreto, anhelaba que mi madre me preparara en la cocina unas tortitas de queso con pasas o unas croquetas de pollo y que pronto me llamara a desayunar.

Aunque este año celebro mis treinta y cinco primaveras, sigue pasando lo mismo: todos queremos sentirnos el niño consentido de mamá, al que le tiene cariño toda la casa. Pero el despertador me jugó una mala pasada y no sonó a la hora prevista.

Mi esposa, María, ya estaba despierta y preparaba a nuestro hijo, Juan, para la guardería y a nuestra hija, Lucía, para el cole.
¿Por qué no me despertaste? le pregunté, sin el beso de siempre, con cierta molestia.
Tú tienes despertador, ¿no ha funcionado? Siempre te levantas con él. Pensé que habías cambiado el horario de tus clases y no quería molestarte, así que hice todo en silencio me contestó María.

Me vestí a toda prisa, rechacé el desayuno que me ofrecía no tenía tiempo, llegaba tarde y le eché la culpa a ella. Al cerrar la puerta, escuché claramente sus pensamientos:
Siempre lo mismo: él se queda dormido y yo la culpa. Hace meses que no hablamos de verdad, nos hemos alejado. Necesitamos cambiar algo, me duele que nuestra vida no sea la que soñamos. Antes era tan cariñoso y divertido… ¿Qué habrá pasado?

María, ¿has dicho algo? voltéame.
Nada, no dije nada. Apúrate, que la directora Carmen no te perdonará. ¡Hasta la próxima, Diego! me lanzó un beso al aire y, sonriendo solo con los labios, me agitó la mano.

En la parada del autobús esperé unos minutos, mirando el reloj y suspirando con fuerza.
Tengo que llegar a clase o el director me dará un sermón, y la subdirectora Carmen avivará la llama, que no me cae bien por ninguna razón pensé, cruzando de un pie al otro.

El día estaba húmedo y frío, la nieve caía en pequeños copos que giraban sin gracia, sin alterar las sombrías imágenes que rondaban mi cabeza. El estómago gruñía pidiendo al menos un té frío y un bocadillo recortado sin cuidado. Pero el verdadero reto era que empezaba a oír los pensamientos ajenos, que entraban por los oídos y se quedaban atrapados en mi mente al mirar a alguien.

Eran fragmentos de frases, a veces maldiciones, reproches, quejidos e incluso vulgaridades que brotaban de los peatones en la parada. Intenté fijar la vista en el pavimento, donde los copos realizaban su efímera danza, cual patinadores de salto, girando en el aire antes de caer. No sé si esas diminutas criaturas pensaban algo, ni quién podría leer sus ideas y anotarlas sin usar las manos.

Escuchar a los demás me dejó desorientado; mi cabeza resonaba como una alcantarilla. Sentía que me volvía loco, con la idea de que tal vez todos podían leer pensamientos. Nunca me había pasado, ¿será una enfermedad? ¿Se cura? ¿Es contagiosa? ¿Cerrar los ojos lo hará desaparecer? No, nada cambiaba, seguía escuchando esas voces odiosas, como una pesadilla sin fin.

Al doblar la esquina apareció el autobús nº1. La gente se aglomeró para subir. Una anciana, de abrigo viejo y pañuelo verde desgastado por el polen, me empujó ligeramente en la espalda. Al girarme escuché su monólogo interno:
¡Qué chapuza de intelectuales! No sirven de nada, deberían barrer la calle en vez de enseñar a nuestros niños. ¡Míralo a él, el tonto! Me dan ganas de abrazarlo y llorar, y luego asfixiarlo para que no pueda leer libros de filosofía.

¿Me ha dicho algo? le pregunté.
No, joven, no he dicho nada replicó, entrando sin más al autobús.

No podía perder la primera clase de física. Pasé al frente, apretando contra la puerta helada del vehículo. No tenía dinero para el billete de la línea 23, así que usé el transporte público que, a la hora pico, se llena de guardias de orden público y de gente que parece buscar una aventura en cada esquina.

En el escalón, junto a mí, estaba Ana, de 4.º B, que me saludó con energía:
¡Buenos días, Diego! No te vi cuando corría hacia el autobús.

Buenos días, Ana le respondí, intentando no oír sus pensamientos, que ya empezaban a invadir mi mente:
¡Qué guapo eres, señor! Alto, de ojos azules, tan serio aunque sea mayor, me encantaría… La directora Carmen se obsesiona con mis notas, pero tú las giras a nuestro favor. ¡Qué maravilla!

Creo que llegaremos a tiempo, aunque la clase podría comenzar ya añadió Ana, saltando del autobús.

Al llegar a la escuela, me recibió una mujer que resultó ser la madre de mi alumno, Víctor. Había pasado un mes internado con una fractura grave de tobillo.
Buenos días, Diego. Necesitamos que le des una lección de física a Víctor, en casa o por Zoom, como prefieras. No será gratis expuso.

En ese momento escuché su pensamiento:
No hay dinero, todos estamos en la misma situación. Tendré que limpiar los pasillos después del trabajo para ganar algo, y quizá la ayuda de la alcaldía. No quiero que mi hijo se quede atrás.

Olga, no te preocupes por el dinero. Esta tarde te mando el enlace de Zoom y repasaremos álgebra y geometría juntos. Víctor pronto caminará solo le contesté.

Muchas gracias, Diego. Aquí tienes unas manzanas de nuestro huerto me entregó un saco pesado.

Al abrirlo, vi manzanas rojas y brillantes que me sacaron una sonrisa; el buen hacer alegra el corazón.

En el vestíbulo de la escuela saludé a la directora Carmen. No quería escuchar sus ideas, pero al fin lo hice:
¡Qué descarado! Le daré una vida de cambios de horarios, que nunca sepa cuándo llegará su paga. Que siga trabajando por el sueldo mínimo, que su esposa lo deje y termine en la ruina.

Con una sonrisa entré a mi aula. Quince minutos antes de la clase, saqué mi móvil del bolsillo y descubrí un paquete dej

ado por mi esposa: un termo con café humeante y un bocadillo. ¡Qué milagro!

Durante el recreo entró Lucía, de 8.º A, sin mirarme a los ojos.
¿Qué quieres, Lucía? le dije.

Escuché su pensamiento:
Quiero que le quites el abrigo a la directora, que me dé una buena nota, que todo sea fácil.

Al instante, salí del aula y choqué contra Carmen en la puerta. Pensé que el director siempre montaba obras de teatro.

Después de la tercera clase, mi viejo amigo de la universidad me llamó y me ofreció un puesto en un liceo privado donde él era director. Acepté pensar en ello y, de paso, invité a María a cenar en una cafetería. Esa misma tarde, el sueldo cayó en mi cuenta bancaria; la cifra en euros era más que suficiente. Me di cuenta de que la verdadera riqueza no estaba en el dinero ni en los diamantes, sino en mi familia y en mi corazón generoso.

Al cerrar la puerta de la escuela, una bola de nieve me golpeó la cabeza. Ignoré el percance y salí a comprar un ramo de crisantemos blancos para María. Pagué con mi tarjeta y, por primera vez, no leí sus pensamientos.

¡Qué feliz soy! pensé, mientras veía a María correr hacia mí con una sonrisa radiante, el cabello desordenado cayendo sobre sus ojos.

La toqué con delicadeza y la besé; su perfume era el de casa y de calor.

Los copos seguían girando en el aire, ejecutando acrobacias, y quizás fueron ellos los que, con sus alas blancas, ayudaron a que María y yo nos reconciliáramos.

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