Hace tiempo, me contaron una historia que aún hoy me hace reflexionar. Era una familia común: una pareja joven con dos niños pequeños, una niña de cinco años y un niño de año y medio. Como tantos otros, vivían con lo justo pero felices. La madre, Lucía, estaba en casa cuidando de los pequeños, mientras que el padre, Javier, trabajaba para mantenerlos.
Pero el dinero empezó a escasear.
Cuando el pequeño cumplió los dieciocho meses, Lucía decidió buscar trabajo. El sueldo de Javier apenas alcanzaba, y contratar a una niñera era impensable. Solo quedaba una opción: la abuela, la madre de Javier. Al principio, pareció aceptar sin rechistar. Todos pensaron que estaría encantada de cuidar a sus nietos, y así Lucía podría ayudar con los gastos.
Lucía había sido educada para respetar a los mayores, y jamás dudó de que su suegra, Carmen, podría con la tarea. Después de todo, había criado a Javier, un hombre responsable.
Pero las cosas se torcieron enseguida.
A las pocas semanas, Carmen empezó a quejarse: los niños eran malcriados, desobedientes, no comían bien y armaban demasiado alboroto. Cada día llamaba a Lucía para lamentarse.
—Necesitan mano firme, los has consentido demasiado— decía con irritación—. Yo no soy su niñera. Tengo mis quehaceres y mi salud que cuidar. No estoy obligada a estar aquí todos los días.
El colmo llegó cuando exigió un «descanso obligatorio a mitad de semana». Lucía no daba crédito: ella y Javier debían trabajar, ¿y ahora la abuela también necesitaba vacaciones? ¿Quién cuidaría de los niños?
Las críticas no solo eran hacia los nietos. Carmen imponía sus normas en la casa de su hijo y nuera. Las toallas no colgaban bien, las sábanas no estaban bien estiradas, los cazos en el lugar equivocado… Hasta llegó a ordenar la ropa interior ajena, diciendo que en su presencia, todo debía hacerse a su manera. Al principio, Lucía y Javier aguantaron, pero su paciencia tenía límites.
Cuando por fin admitieron a la niña en la guardería, Lucía respiró aliviada. Solo quedaba el pequeño, que tardaría al menos un año en entrar. Pero ya habían tomado una decisión: Carmen no volvería a cuidarlos. Las visitas se redujeron a llamadas cada quince días, y ver a los nietos, una vez al mes, sin verdadero interés por ninguna de las partes.
Sí, la abuela ayudó en un momento difícil, pero sus reproches, su presión y su afán por controlarlo todo terminaron por romper el ya frágil hilo de confianza que les quedaba. Lucía me confesó que no quería que sus hijos crecieran bajo ese peso. Ella misma había crecido sin sermones de abuela, y creía que los niños merecían cariño, no regaños.
Desde fuera, quizás parezca una nuera desagradecida. Pero cuando cada palabra es un reproche, cuando te critican por todo y, encima, en lugar de ayudar empeoran las cosas… lo único que quieres es alejarte. Para siempre.
A veces pienso que los abuelos olvidan que los nietos no son hijos suyos. No deben criarlos desde cero, día tras día. Están para el cariño, para el consejo sabio, para la ternura. No para educar como en los años ochenta, a gritos y con reprimendas.
Lucía lo tuvo claro: prefería luchar sola, por dura que fuera la situación, antes que permitir que alguien destrozara su hogar con su presencia. Y la entiendo.
¿Y tú qué opinas? ¿Deben los abuelos ayudar diariamente con los nietos, o es solo un acto de buena voluntad que no se puede exigir?