Pedí a mi nuera que cortara el queso, pero se quedó charlando con mi hijo. No sé cómo seguir con nuestra relación.

Soñé que tenía cincuenta y cinco años y toda mi vida había creído que los conflictos entre suegra y nuera podían evitarse si ambas actuaban con sensatez. Al fin y al cabo, nos unía el amor por la misma persona: mi hijo. Pensaba que, pese a diferencias de carácter o ideas, siempre habría forma de entenderse. Hasta el fin de semana pasado en la casa rural, que recordaré por mucho tiempo, aunque no con cariño.

Mi hijo pronto se casará. Con su prometida, Lucía, apenas había coincidido un par de veces sin hablar en profundidad. Para conocernos mejor, los invitamos a la sierra, a respirar aire puro y charlar con calma. Me esmeré en los preparativos: planché el menú, cociné de primero a postre, imaginando una velada familiar acogedora.

El sábado al mediodía llegaron. Los recibí con alegría. Mientras se instalaban, empecé a poner la mesa y, de paso, le pedí a Lucía que ayudara: solo cortar el pan y colocar los cubiertos. Nada complicado. Pero ella, al oírme, ni se inmutó. Siguió sentada junto a mi hijo, riendo como si no hubiera escuchado. Suspiré y lo hice todo yo, sin insistir. Qué incómodo.

Tras la comida, los jóvenes se retiraron a descansar mientras mi marido y yo fregábamos. Por la noche, al preparar la cena, volví a pedirle:

—Lucía, ¿podrías trocear el queso, por favor?

Su respuesta me heló la sangre:

—Cuando se es invitado, lo mejor es no meterse. La anfitriona sabe cómo hacer las cosas.

Me quedé muda. ¿Acaso el queso se podía cortar mal? ¿Desde cuándo una simple petición era entrometerse?

Toda la noche mantuvo esa actitud extraña. Cuando los hombres salieron a hacer la barbacoa, ni se acercó a la cocina. Se quedó charlando animadamente mientras yo corría con platos y servilletas. Ni siquiera recogió los platos después. Mi hijo, al notar mi malestar, empezó a fregar. Ella, en cambio, seguía imperturbable. Sin un “¿te ayudo?”.

Al día siguiente, se levantaron al mediodía. Al irse, dejaron la cama sin hacer, como si ordenar fuera “entrometerse”.

Siempre me han gustado las visitas. Amigas, sobrinos, incluso excolegas de mi marido vienen a menudo. Todos, hasta los menos cercanos, ofrecen ayuda: pelar patatas, fregar copas… Mi hermana siempre dice: “Si tú cocinas, yo limpio”. Traen vino o postres para no cargarme. Es respeto. Gratitud.

Pero lo de Lucía fue un jarro de agua fría. Como si yo debiera servirla solo por ser “la dueña de la casa”, mientras ella disfrutaba sin dar ni las gracias. Ni en gestos ni en palabras hubo cortesía. Solo indiferencia y comodidad ajena.

Contenía la indignación, pero por dentro hervía. La boda es en unos meses. Tendremos que relacionarnos, quiera o no. No aspiro a ser su enemiga, pero tampoco su criada. ¿Siempre será así? ¿Mirará para otro lado cuando haya un nieto, mientras me dicen que “las abuelas deben ayudar”?

¿Seré anticuada? ¿Ahora está de moda ser una “invitada perpetua”: sonreír, charlar y no mover un dedo? Pero yo creo en la familia como complicidad, no como extraños compartiendo mesa.

Mi hijo está ciego de amor. No quiero interponerme, pero tampoco callarme. Porque después… será tarde.

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Pedí a mi nuera que cortara el queso, pero se quedó charlando con mi hijo. No sé cómo seguir con nuestra relación.