Pastelito a costa de otros

Hace mucho tiempo, en un piso del barrio de Salamanca en Madrid, el aroma a vainilla y café recién hecho llenaba el aire. Carmen acababa de sacar del horno una tarta de manzana con canela. La corteza dorada crujía bajo el cuchillo mientras el calor dulzón envolvía la cocina como un atardecer de octubre. Carmen servía con cuidado los trozos en platos de porcelana cuando sonó el timbre: agudo, insistente, como el taconeo de una bailaora.

En la puerta estaba su suegra, Doña Rosario. Iba impecable, con un abrigo de cachemir verde esmeralda, el pelo plateado recogido en un moño perfecto y una sonrisa que brillaba más que sus pendientes de oro. En la mano llevaba una caja de pastelería fina, de esas donde un solo pastel valía lo que un menú del día para cuatro.

¡Carmencita, hija mía! canturreó, abriendo los brazos. Pasaba por aquí y pensé en visitaros. ¡Huele a gloria! Como en casa de mi abuela…

Carmen sonrió con cautela, sintiendo ese nudo en el estómago que siempre traía Doña Rosario. Lo sabía: aquella visita no era casual.

Todo empezó tres años atrás, cuando el marido de Doña Rosario, padre de Javier, les abandonó. Al principio eran detalles: comidas los domingos, ayuda con la compra, tertulias junto al brasero. Pero poco a poco, las peticiones aumentaron.

Javi, hijo del alma susurraba Doña Rosario, llevándose una mano al pecho con dramático floreo, la tensión me juega malas pasadas. El médico recetó unas pastillas carísimas… ¿Verdad que ayudas a tu madre?

Javier, buen hombre y corazón blando, nunca decía que no. Primero fueron cantidades pequeñas: cincuenta, cien euros. Luego doscientos, trescientos. Carmen intentó hablar con él, pero él apartaba el tema con un gesto:

Carmen, por favor… Está enferma. No la vamos a abandonar. Es mi madre.

Mientras, Doña Rosario “olvidaba” mencionar que las medicinas ya estaban compradas, y el dinero se esfumaba en “vitaminas milagrosas”, “tratamientos exclusivos” o “préstamos urgentes” a amigas.

Hasta que un día, Carmen vio en las redes una foto de su suegra en una cafetería de lujo. Sonreía junto a un café con leche y un pastel de frambuesa, con el pie: “Los dulces alegran el alma”.

Justo el día anterior, Doña Rosario había llamado llorando a Javier:

Hijo, estoy fatal… Las pastillas se acabaron y el médico dice que necesito otras importadas. No sé cómo pagarlas… ¡Es que me muero!

Carmen le enseñó la foto a Javier. Él frunció el ceño, pasó el dedo por la pantalla como queriendo borrarla.

Quizá es vieja… O quizá solo quiso darse un capricho. Los enfermos también merecen alegrías.

Javi dijo Carmen, con un nudo en la garganta, gasta tu dinero en pasteles mientras nosotros posponemos el lavavajillas nuevo. ¿De verdad no lo ves?

Esa noche, Doña Rosario llamó histérica:

¡Javi, me siento tan sola! Y ahora Carmencita me ataca… Dice que malgasto. ¡Si solo quiero un poco de cariño!

Javier se volvió hacia Carmen, hosco:

¿Otra vez con mi madre? ¡Está al borde del infarto y tú la machacas!

Carmen sintió el enfado subir como lava:

No la machaco. Solo quiero que veas la verdad. Te manipula.

¡Eres una tacaña! gritó él. ¿Te duele soltar euros por la mujer que me trajo al mundo?

Carmen se encerró en el dormitorio. Fuera, la lluvia repiqueteaba como sus pensamientos.

Al día siguiente, Doña Rosario llegó con crisantemos y disculpas de mentirijillas. Movía la cucharilla del té con elegancia de pitonisa:

Entiendo tu preocupación, hija… Pero los mayores necesitan cuidados. No pido mucho… Solo ayuda.

Carmen apretó la taza hasta dolerle los dedos:

Doña Rosario, ¿y si nosotros también tenemos necesidades?

La suegra alzó las manos, haciendo sonar sus pulseras:

Ay, criatura, la vejez llega sin avisar. Ayer casi me desmayo… ¡El médico dice que necesito masajes y análisis carísimos!

En ese momento, llamó Javier:

Mamá, ¿dónde estás?

Aquí, con Carmen respondió ella, voz melosa. Todo está bien, cielo.

Carmen salió al balcón. El viento le secó las lágrimas antes de caer.

Una semana después, Carmen reunió todos los recibos, fotos y mensajes en la mesa del salón.

Mira, Javier dijo, colocando las pruebas. Recibo de farmacia por quinientos euros. Foto de tu madre en el teatro esa misma tarde. Mensaje diciendo que está “muy mal”, y una hora después, subiendo selfis del spa…

Javier palideció al ver las pruebas. Cuando Doña Rosario llegó, él las mostró:

¿Es verdad esto?

Ella puso cara de víctima, pero esta vez no funcionó.

Hijo, el teatro es mi única alegría…

¡Dijiste que era para medicinas! ¿Me has mentido todos estos meses?

Solo quería… que no me olvidaras lloriqueó. Te necesitaba cerca.

Javier gritó por primera vez en su vida:

¡Basta! Usaste mi amor para sacarme dinero. Y encima culpaste a Carmen. Esto se acabó.

Doña Rosario tembló como un junco. Javier fue claro:

Te ayudaré, pero con facturas. Nada de “dinero por si acaso”.

Las semanas siguientes fueron duras. Doña Rosario probó todas sus tácticas, hasta que un día, sentada junto a la ventana bajo la lluvia, murmuró sin mirar a Carmen:

Siempre fui… muy egoísta. Cuando mi marido se fue, sentí que el mundo se acababa. Tú eras tan fuerte… Y yo tenía miedo.

¿Miedo?

Sí. De que Javier me olvidara. El dinero era mi forma de atarlo. Qué tontería, ¿verdad? Perdóname.

Algo cambió ese día. Javier seguía ayudando, pero solo con necesidades reales. Doña Rosario visitaba sin dramas, y una tarde, invitó a Carmen a una cafetería. Pidió solo un té y un trozo de tarta.

Pensé en lo que me dijiste confesó. Sobre el cansancio. Me di cuenta de que os robaba energía, en vez de daros la mía.

Javier apareció con flores silvestres. Su madre le sonrió sin calcul

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