Pastel de la Reconciliación

**El Pastel de la Reconciliación**

—María, ¡te juro que si ese don Armando vuelve a golpear el techo, lo denuncio por acoso! —Antonio, de pie en el recibidor, limpiaba con furia las huellas de las patas del perro sobre el linóleo. La voz le temblaba de rabia, y la camiseta estaba empapada de sudor a pesar del fresco atardecer. Canelo, moviendo el rabo con culpa, mordisqueaba un patito de goma junto a la puerta.

—Antonio, baja la voz, los niños duermen —dijo María desde el sofá, dejando a un lado su labor de punto. Tenía una gorrita infantil a medio hacer sobre las rodillas—. Y no hables de denuncias, es exagerar. Él solo es… quisquilloso. Hablaré con él, intentaré explicarle.

—¿Explicarle? —Antonio arrojó el trapo al cubo, los ojos brillantes—. ¡Ayer en el portal gritó que Canelo «apestaba» y que «arruinaba sus geranios»! ¡María, nuestro perro ni siquiera se acerca a los maceteros!

—Lo sé, lo sé —susurró ella, con tono cansado pero tenso—. Pero es nuestro vecino, Antonio. Si empezamos una guerra, no viviremos en paz. Haré un pastel, a ver si así se calma.

Antonio resopló, mirando a Canelo, que había soltado el patito y ahora lamía el suelo.

—¿Un pastel? —negó con la cabeza—. Bueno, inténtalo. Pero si escribe otra queja a la comunidad, no respondo de mí.

María y Antonio, un matrimonio joven con dos hijos —Miguel, de ocho años, y Lucía, de seis— llevaban cinco años viviendo en aquel bloque de cinco pisos. Cuando adoptaron a Canelo, soñaban con paseos divertidos y risas infantiles, pero don Armando, el meticuloso vecino de arriba, le declaró la guerra al cachorro. Desde entonces, el portal se había convertido en un campo de batalla, y su hogar olía no solo a pelo de perro, sino también a rencores.

Todo empezó una semana después de la llegada de Canelo. María, de vuelta del paseo matutino, vio que los geranios en los tiestos de la entrada —que don Armando regaba con obsesiva precisión— estaban aplastados. Supuso que habrían sido los niños del barrio, pero esa misma noche llamaron a su puerta. Don Armando, delgado, con camisa impecable y una libreta en la mano, parecía un inspector en misión.

—María Dolores, ¿fue su perro el que destrozó mis geranios? —su voz era seca, y las gafas brillaban bajo la tenue luz del portal—. ¡Llevo tres años cuidándolos y ahora están hechos un desastre!

—Don Armando, lo siento —María, desconcertada, sujetó a Canelo por el collar—. Pero siempre va con correa, lo vigilamos. ¿Seguro que no fue otro?

—¿Otro? —frunció el ceño, anotando algo en su libreta—. ¡El portal huele a perro, hay huellas en todas las escaleras, y usted me dice «otro»! ¡Quite a ese animal o presentaré una queja!

María cerró la puerta con una sonrisa forzada. Canelo, sin entender, se refugió en sus piernas. Esa noche, Antonio, pelando patatas en la cocina, escuchó el relato con los puños apretados.

—¿Se ha vuelto loco? —gritó, arrojando el cuchillo—. ¡Canelo ni siquiera ladra en el portal! Hay que hablar con él, sin miramientos.

—No —María removió la sopa con calma—. Está solo, se queja por aburrimiento. Intentaré ganármelo. Haré un pastel.

Al día siguiente, María horneó un pastel de manzana y canela y llamó a la puerta de don Armando. El interior de su casa olía a barniz y orden: ni una mota de polvo, solo macetas de violetas, una radio antigua y un sofá impecable.

—Don Armando, le traigo un detalle —dijo, extendiendo el paquete envuelto en papel de aluminio—. Hablemos de Canelo. Él no tocó sus flores, lo cuidamos bien.

—¿Un pastel? —don Armando olfateó el paquete como un detective—. Astuta, María Dolores. Entre, pero será breve. Su perro ladra por las mañanas, ensucia el portal, huele. ¡Es intolerable!

—Casi no ladra —insistió ella, sentándose al borde de la silla—. Y limpiamos las huellas. ¿Y si fueron los niños? ¿O quizá otro animal?

—¿Niños? —anotó algo con desdén—. Los niños no tienen patas. Quite al perro o actuaré.

María salió sintiendo que el pastel no había servido. Esa noche, un cartel apareció en el portal, escrito con pulcritud: «¡Retiren al perro del portal! ¡Arruina las plantas y el orden! —A.M.». Antonio, al verlo, arrancó el papel, furioso.

—¡Esto es la guerra, María! —gritó, señalando el papel—. ¡Voy a decirle cuatro cosas!

—Antonio, no —lo detuvo—. Intentémoslo otra vez. Si no funciona, ya veremos.

Para fin de semana, la situación era insoportable. Don Armando golpeaba el techo cada vez que Canelo ladraba, aunque fuera al timbre. Pegaba más carteles: «¡El perro apesta!», «¡No a las huellas!», e incluso llamó a la comunidad quejándose de «falta de higiene». Una mañana, María lo sorprendió midiendo las huellas con una regla, como si recogiera pruebas.

—Don Armando, ¿qué hace? —preguntó, sujetando a Canelo, que movía el rabo alegremente.

—Recabando pruebas —ajustó las gafas—. ¡Estas huellas son de su perro! Las fotografiaré para la queja.

—No son de Canelo —replicó ella, perdiendo la paciencia—. ¡Es un cachorro, sus patas son más pequeñas! Y no pisotea las flores.

—¿Ah, no? —anotó algo con desprecio—. ¿Entonces quién? ¿Un fantasma? ¡Retiren al animal o iré a juicio!

María volvió a casa furiosa. Antonio, al escucharla, arrojó el periódico.

—Esto ya es el colmo —dijo, levantándose—. ¡Voy a decirle lo que pienso!

—Antonio, cálmate —lo detuvo—. Buscaremos otra solución. Sin escándalos.

María intentó hablar de nuevo con don Armando, esta vez con un bizcocho de pasas, pero él seguía inflexible.

—María Dolores, basta de pasteles —cruzó los brazos—. Su perro es una molestia. ¡Esta mañana ladró a las siete y no pude dormir!

—Fue el timbre —suspiró ella—. Don Armando, lleguemos a un acuerdo. Nosotros limpiamos; usted, revise quién daña sus plantas.

—¿Revisar? —bufó—. ¡Yo sé quién es: su Canelo! ¡Retírenlo o actuaré!

María se marchó, resignada. Pero esa tarde, Lucía, ayudando a regar las plantas, descubrió algo.

—¡Mamá, mira! —señaló pelos anaranjados en la tierra—. ¡Es pelo de gato! ¡No fue Canelo!

María recordó que don Armando tenía un gato, Misifú, que a veces rondaba el portal. Era su oportunidad.

Los niños dieron con la solución. Miguel y Lucía, adoradores de Canelo, decidieron «cazar» al gato. Escondidos junto al contenedor, grabaron a Misifú escarbando los geranios antes de volver, ufano, al piso de don Armando.

Al día siguiente, María llevó el vídeo a don Armando, quien, tras verlo, murmuró un “bueno, quizá me equivoqué”, y desde entonces, aunque seguía refunfuñando por los ruidos, dejó de perseguir a Canelo, y el portal volvió a ser un lugar tranquilo, donde los niños jugaban, el perro corría feliz, y hasta Misifú, el gato, paseaba sin miedo.

Rate article
MagistrUm
Pastel de la Reconciliación