Paseo por una calle desconocida

El cielo volvió a enfurecerse hoy. Llevaba varias noches rugiendo, como si alguien arrojara piedras gigantes desde lo alto. Mi madre y yo despertamos al mismo tiempo. Rápida, me envolvió en la manta, me abrazó fuerte y me llevó al baño.

Cuando el estruendo comienza, siempre nos refugiamos allí—en la habitación más pequeña de nuestro piso, junto al cubo y las toallas. Nos sentamos en el suelo frío. Mamá susurraba una oración. Observé sus labios—temblaban, pero seguía rezando: por mi salud, por la paz… por el fin de la guerra.

No entiendo bien qué es la guerra. Solo sé que papá está allí, donde sucede. Y también sé que, por culpa de ella, el cielo se ha vuelto ruidoso y furioso. Eso me dijeron los chicos del barrio. Aunque hace mucho que no los veo—mamá no me deja salir. Ella solo va una vez al día, a comprar pan.

Escuché sus palabras en voz baja. Me entristecí… y me aburrí. Recordé a Pelusín, mi oso de peluche. Siempre me ayudaba cuando tenía miedo.

—Mamá, ¿me traes a Pelusín, por favor?— pedí.

Me miró, me apretó contra su pecho.

—¿Ahora mismo?

—Sí, quiero abrazarlo. Me calmará.

Mamá siempre hacía lo que yo le pedía. Hasta me dejaba tomar dos helados en un día. Asintió, sonrió y dijo:

—Pero no salgas de aquí, ¿vale?

Asentí. Y esperé.

Pasaron unos minutos. De pronto, la tierra gimió. Un estruendo sacudió el edificio. Los azulejos saltaron de la pared. Me asusté muchísimo. Pero mamá me había ordenado quedarme, así que lo hice. Empecé a contar—del uno al cien. Quería llegar a doscientos, pero olvidé qué iba después. Mamá me prometió que cuando cumpliera siete y fuera al cole, lo aprendería. Ansiaba ese día.

Volví a contar, pero ella no regresaba. La llamé. Primero bajito, luego más fuerte. Nadie contestó. Temblando, salí al pasillo.

El polvo flotaba como niebla espesa. Escombros por todas partes. Nada era como antes. Entré en la sala donde veíamos dibujos. Una pared yacía en el suelo. Medio techo se había derrumbado. Bajo los escombros estarían Pelusín… y quizá mamá.

Quise gritar, pero recordé: cuando el cielo está enfadado, no se grita.

Pensé que mamá habría salido a la calle. Quizá me esperaba allí. Debía encontrarla.

Sus zapatillas seguían en el pasillo. Había salido descalza. Me puse la chaqueta y salí.

Afuera, todo era oscuro y aterrador. El frío me calaba los huesos. Miré alrededor—no reconocí el barrio. Todo había cambiado. Un edificio era solo montañas de ladrillos. A otro le faltaba una pared. La panadería donde comprábamos el pan, ahora negra y muerta.

—Tal vez la calle siempre es así de noche—pensé—. O quizá la guerra lo hizo…

Si la guerra es tan cruel, ¿por qué nadie la castiga? ¿Por qué los adultos la temen y callan? ¿Por qué no la ponen en penitencia?

Si estuviera aquí, la patearía fuerte. Le gritaría: «¡Vete de donde viniste! ¡Eres mala!» Y huiría. Porque yo soy fuerte.

Caminé hacia la plaza, donde antes volaban las palomas. Hoy no había ninguna. Alcé la vista—y vi una estrella fugaz. De verdad. Brillante. Como si viniera hacia mí.

Sabía que cuando cae una estrella, hay que pedir un deseo.

Me arrodillé, como hace mamá al rezar. Cerré los ojos.

—Que encuentre a mamá. Y a Pelusín. Y que la guerra se marche para siempre.

No pedí nada más.

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