Pasé el fin de semana en la clínica vacunando a mi perro.

Un sábado por la mañana, fui a la clínica veterinaria para vacunar a mi perro. Tomé un número y esperé mi turno. Entre la gente, me llamó la atención un hombre mayor, de aspecto humilde pero arreglado, que me resultaba familiar. Al mirar mejor, reconocí a mi vecino, Nicolás Martínez. El anciano no paraba de moverse, llamando al veterinario con urgencia. Me acerqué.

—¿Qué ha pasado?
—Atropellaron a un perro en la carretera, lo recogí allí mismo. Necesita un cirujano ya.
—Don Nicolás, ¿tiene usted suficiente dinero?
—No lo sé, hija.

Martínez comenzó a vaciar sus bolsillos. Reunió unos 15 euros y se animó.
—Con esto bastará. Hace poco descargué unas cosas y me pagaron.
El perro, un galgo español, gemía lastimosamente. Suspiré. Por el aspecto, tenía al menos una pata fracturada; costaría unos 200 euros como mínimo. Un hombre bien vestido, que cargaba un gato de raza carísima, nos miró.

—Hija, no podía dejar al pobre animal ahí tirado —susurró Martínez—. Gritaba en medio de la carretera. La gente pasaba de largo, todos con prisa, pero era un ser vivo sufriendo. Voy a llamar a mi mujer, Clara, tiene unos 5 euros guardados, por si acaso.
El hombre del gato me hizo una seña.

—¿Lo conoce?
—Vive en el edificio de al lado. Antes tenía una perra de tres patas, una pastora alemana. Murió a los quince años. También la recogió atropellada, y los dueños la abandonaron.
—Entiendo —dijo el hombre, y se dirigió a recepción—. Llame al cirujano y atiendan al abuelo con el perro herido. Háganme la factura, yo pago, pero cóbrenle solo lo que él pueda dar. No le digan cuánto cuesta.

Llamaron al veterinario. La factura ascendió a unos 340 euros. De ellos, 15 los puso Martínez; el resto, el hombre del gato: Jorge Fernández. Vacuné a mi perro y me fui a casa. Martínez esperaba junto al quirófano. Con el tiempo, el galgo empezó a pasear por nuestro barrio, acompañado del viejo o de Clara, cojeando un poco.

—Buenos días, don Nicolás.
—Buenos días, hija.
—Veo que el perro se quedó con usted.

—Sí, mi hijo encontró a los dueños. Pero lo rechazaron. Dijeron que ya no servía para exposiciones. Como si no valiera nada. Bueno, nos arreglaremos. Mi hijo le compra pienso especial y vitaminas. Y yo conseguí trabajo como conserje. Me pagan 240 al mes. Todo va bien. Lo llamamos Kir.

Dos meses después, volví a la misma clínica porque mi viejo perro Jac se había puesto malo. Esperábamos turno cuando, de pronto, apareció Martínez. Traía un gatito en brazos, un espectáculo duro de ver: lleno de cortes y cubierto de brea. El pobre hombre rebuscaba en sus bolsillos, contando unas pocas monedas. Se le veía desesperado.

—Se lo quité a unos críos. ¡Demonios! Lo cortaron y lo bañaron en alquitrán. Qué maldad.
—Solo falta que aparezca otra vez el del gato —pensé.
En ese momento, se abrió la puerta y entró Jorge Fernández con su Bagratón. Al ver a Martínez contando calderilla, con el gatito sangrando y cubierto de brea, clavó la mirada en ellos.

—¡Vaya karma! —exclamó Jorge, y se acercó a recepción—. Atiendan al abuelo y al gato. Yo pago.

Operaron al gatito, revisaron a Jac, y Jorge pagó todo antes de irse. Martínez se quedó al animal y lo llamó Cuso.

Llegó la primavera. Fui a comprar antiparasitarios para nuestras mascotas y me encontré con Jorge. Nos saludamos.
—Hoy falta don Nicolás con algún bicho —bromeó él.
—Ahora viene —sonreí.

La puerta se abrió. Entró Martínez con algo envuelto en su chaqueta, y Clara a su lado.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté.

—Clara le quitó este pájaro a unos gatos callejeros. Lo maltrataron un poco, pero es un buen ejemplar —dijo Martínez, sacando de debajo de la chaqueta mojada un loro ara macao.

Me senté en una silla. Jorge empezó a rebuscar en su cartera.
—Es un loro domestico —comenté—. Seguro que tiene nombre. A lo mejor se llama Carlos.

El loro alzó la cabeza despeinada, me miró fijamente y dijo: «¡Karma, karma!»

—Karma —suspiró Jorge, sacó la cartera y se dirigió a recepción.

Martínez se rascó la cabeza, satisfecho.
—Pues ahora, si pasa algo, ya sé dónde traer a los animales. Aquí es barato…

Jorge decidió no cambiar de clínica y dejó su tarjeta.
—Si viene don Nicolás Martínez con algún animal, llámenme. Yo pago.

No hay escapatoria. Karma.

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MagistrUm
Pasé el fin de semana en la clínica vacunando a mi perro.