**Diario Personal**
En un pequeño pueblo al norte de Castilla, donde las noches de invierno envuelven todo en silencio y los dramas familiares se esconden tras puertas cerradas, mi vida casi se derrumba por la traición de mi marido. Yo, Lucía, viví con Javier casi 17 años, criando a nuestra hija, creyendo en nuestra familia. Pero su regreso repentino con la noticia del divorcio me destrozó el corazón. Solo el consejo de mi madre me salvó de la desesperación y me ayudó a recuperar lo que casi perdía.
Conocí a Javier desde la juventud. Nuestra hija, Sofía, fue la luz de nuestras vidas. No vivíamos en la opulencia, pero teníamos lo necesario, y yo era feliz. Vivíamos en un acogedor piso de dos habitaciones heredado de mi abuelo. Nunca me quejé, pero él siempre ansiaba más. Cuando le ofrecieron trabajo en Suiza, creyó que era nuestra oportunidad para una vida mejor.
Me opuse. Mi corazón me advertía que la distancia nos rompería. Pero en nuestra familia, la última palabra siempre era de Javier. “Voy a ganar para la casa —dijo—. Sofía crecerá, se casará, necesitaremos comprarle un piso, pagar su boda. Y el coche ya pide cambio. No hay otra opción”. Cedí, aunque el miedo me atenazaba.
Los primeros meses fueron duros, pero llenos de esperanza. Hablábamos cada día. Javier me echaba de menos, decía palabras cariñosas, y yo lo apoyaba como podía. Prometía que todo era por nosotros, por el futuro de Sofía. Pero a los seis meses, algo cambió. Lo sentí —la intuición femenina nunca falla—.
Se volvió frío. Las llamadas duraron solo minutos, excusándose con el cansancio, el trabajo, los compromisos. Su voz, antes cálida, se convirtió en algo ajeno. Intenté alejar los pensamientos de traición, pero regresaban como sombras. ¿Cómo olvidar 17 años de amor? ¡Se fue por la familia, por la casa, por nuestra hija! Pero las dudas crecían, y sospeché lo peor.
Pasaron dos años. Javier casi no respondía —una llamada cada dos o tres meses, mensajes escasos—. Lo entendí: había otra. El golpe me dejó sin aire. Pasé noches imaginando su nueva vida, mientras Sofía y yo esperábamos aquí. Quise mentir, decir que estaba enferma para que volviera. Pero no fue necesario. Él llamó para anunciar su regreso. Mi intuición gritaba: nada bueno venía.
Me preparé como para una batalla. Invité a mi madre, necesitaba su apoyo. Me dijo: “Haz todo por recuperarlo”. Luego, su consejo inesperado me salvó: “Si confiesa que hay otra, no cedas. Niega la infidelidad. Demuéstrale que eres la mejor, que nadie lo amará como tú. ¡Pelea por tu hombre!”.
Me aferré a esas palabras como a un salvavidas. Pero el miedo persistía —sabía que en Suiza había otra—. Cuando Javier entró en casa, mi corazón se paralizó. Lucía cansado, pero distante. En menos de una hora, soltó: “Lucía, quiero el divorcio. Conocí a alguien en Suiza. Nos amamos y nos casaremos pronto”.
Mi mundo se vino abajo. Pero recordé el consejo de mi madre. “No te creo”, dije con firmeza, mirándolo a los ojos. Javier se sorprendió. Su seguridad se desvaneció. “¿En qué no me crees?”, balbuceó. “En que haya otra —respondí—. Un hombre como tú no abandona a la mujer que compartió 17 años, no traiciona nuestros sueños, a nuestra hija”.
Mis palabras dieron en el blanco. Javier me miró, sin réplica. Murmuró que hablaríamos más tarde y se encerró en la habitación. La primera batalla era mía. Secué las lágrimas y supe que debía seguir luchando. No lo culpé ni armada escenas. En cambio, hablé del futuro, de nuestros planes, de cómo Sofía terminaba el instituto. Le recordé quiénes éramos el uno para el otro.
Nos fuimos de vacaciones a los Picos de Europa, con el coche nuevo que compró con sus ahorros. Hice que sintiera el calor de nuestra familia. Poco a poco, Javier volvió a nosotros. Sonreía más, se interesaba por Sofía, por nuestras vidas. Suiza quedó atrás.
Pasó un año y medio. Javier no regresó al extranjero. Empezamos a construir una casa en el campo, planeando juntos. Nuestra familia se salvó, y sé que fue gracias a mi madre. Me enseñó a no rendirme, a luchar por el amor cuando todo parece perdido. Miro a Javier, a nuestra Sofía, y entiendo: no solo salvé un matrimonio, sino nuestro hogar. Pero, en el fondo, aún temo que la sombra de aquella mujer regrese algún día…