En la tranquilidad de un pequeño pueblo de Castilla, donde el tiempo parecía detenerse entre sus calles empedradas y sus campos de olivos, ocurrió un suceso que lo cambiaría todo. Corría el año 1988 cuando una pareja desapareció sin dejar rastro en la localidad de Valdeolmos, un lugar donde todos se conocían y donde lo peor que podía pasar era una discusión en la taberna del pueblo.
Era una fría noche de marzo cuando Rodrigo Herrera, un mecánico de 40 años conocido por su habilidad con los coches, cerró su taller más temprano de lo habitual. Su esposa, Isabel Méndez, una maestra de primaria de 29 años, había terminado sus clases y esperaba en casa. Los vecinos recordarían más tarde las discusiones que habían escuchado en los últimos meses, gritos que rompían el silencio de la noche. Pero nadie imaginó lo que ocurriría aquel día.
Rodrigo llegó a casa sobre las seis y media de la tarde. Su furgoneta azul fue vista por última vez aparcada en el garaje. Isabel había preparado la cena, como demostraban los platos intactos sobre la mesa. Al día siguiente, la pareja debía viajar a Toledo para visitar a la hermana de Isabel, Lucía. Habían reservado una habitación en una pensión y Lucía los esperaba para cenar el sábado. Pero nunca llegaron.
Cuando Lucía no recibió noticias de su hermana el domingo, llamó una y otra vez sin obtener respuesta. Preocupada, avisó a la Guardia Civil. El cabo Miguel Santos fue enviado a investigar. La casa estaba intacta, sin señales de lucha. El bolso de Isabel y la cartera de Rodrigo seguían en su sitio. Solo una mancha oscura en el suelo de la cocina, recién limpiada, llamó la atención.
La investigación reveló que Rodrigo había retirado 200.000 pesetas de su cuenta días antes de desaparecer. Isabel, por su parte, había pedido una baja médica alegando “problemas familiares”. Estos detalles sembraron dudas: ¿se habrían ido por su cuenta? Pero algo no encajaba.
Testimonios ocultos comenzaron a surgir. Una compañera de trabajo de Isabel confesó haberla visto con moretones en los brazos. El hermano de Rodrigo admitió que su hermano bebía más de la cuenta y se había vuelto celoso. Incluso la mujer que limpiaba su casa recordaba haber encontrado a Isabel encerrada en el baño, llorando, con marcas en el cuello.
La búsqueda se extendió por los campos de alrededor, por los ríos y las colinas, pero no hubo rastro de ellos. Hasta que, en 2010, un grupo de biólogos que estudiaba aves en los humedales de las afueras del pueblo hizo un descubrimiento macabro: unos restos humanos envueltos en plásticos viejos, enterrados en el barro.
Los análisis confirmaron que eran los cuerpos de Rodrigo e Isabel, junto a los de un tercer hombre: David López, un profesor de gimnasia del colegio que había desaparecido poco después que ellos. Las heridas en los huesos sugerían una muerte violenta. No era un crimen pasional, como se creyó al principio, sino algo peor: un asesino que había cazado a la pareja y a su supuesto amante, convencido de que estaba haciendo justicia.
Años después, se descubrió que un hombre obsesionado con el adulterio había estado preguntando por ellos meses antes. Un antiguo militar con ideas retorcidas había seguido su rastro, los había matado y enterrado en ese pantano remoto. Murió en un psiquiátrico sin ser juzgado, pero al menos las familias supieron la verdad.
La historia de Rodrigo e Isabel se convirtió en una lección sobre los peligros del fanatismo y la importancia de no juzgar sin conocer. A veces, las peores tragedias no vienen de los extraños, sino de quienes creen tener razón. Y aunque la justicia tarde, al final, la verdad siempre encuentra su camino.