**El Paraíso Culinario de Lucía**
Cuando entré con Miguel al piso de Lucía, un aroma embriagador me envolvió al instante, casi haciéndome olvidar por qué había ido. Olía a carne recién horneada, pan caliente y especias que danzaban en el aire. Me detuve en el umbral, cerré los ojos y respiré hondo: ese aroma era hogar, festín y un toque de magia. Al ver la mesa, me quedé sin palabras. Había platos dignos de un museo gastronómico. No sabía si admirarlos o lanzarme a por un plato.
Lucía, una vieja amiga, siempre fue una artista en la cocina, pero esta vez se superó. Fuimos a cenar sin motivo especial, solo para charlar. Esperaba algo sencillo: una ensalada, quizá pollo al horno, té con galletas… Pero aquello era espectáculo puro. La mesa rebosaba: solomillo con hierbas, patatas al romero, verduras dispuestas como un cuadro y un pastel dorado que olía a manzana y canela. Y las salsas —tres distintas, en cuencos delicados—, cada una una obra maestra.
—Lucía, ¿vas a abrir un restaurante? —dije sin apartar la mirada. Ella se rio, modesta: —Bah, es solo un capricho. ¡Sentaros!—. Miguel, mi marido, ya alargaba el tenedor, pero lo detuve: —Espera, ¡quiero una foto para las redes!—. Lucía puso los ojos en blanco, pero se notaba que le halagaba. Cocina con el alma y luego lo menosprecia.
Empezamos a comer, y fue un banquete. El solomillo se deshacía, con un toque de ajo y algo más indescriptible. —¿Qué magia es esta? —pregunté. —El ingrediente secreto es cariño —respondió ella, sonriendo. Me reí, pero casi lo creí. Hasta la ensalada de tomate y pepino era arte. Miguel, comedido siempre, soltó: —Si cocinas así cada día, me mudaré contigo—. Todos reímos, pero noté que calculaba cómo repetir.
Mientras comíamos, Lucía contó cómo preparó cada plato. Pasó todo el día en la cocina; algunas recetas eran de su abuela. —Este pastel —dijo— lo hacía ella en Navidad. Yo solo añadí vainilla y un poco más de canela—. Escuchaba y pensaba: ¿de dónde saca esa paciencia? Yo aguanto una hora como mucho en la cocina. Mi plato estrella son los macarrones con queso, y eso si está rallado. Pero aquello era una sinfonía de sabores, hecha con tanto amor que daban ganas de abrazarla.
Lo más especial fue el ambiente. Su casa respiraba calidez: flores en un jarrón, velas creando penumbra, jazz de fondo. Hacía mucho que no me sentía tan relajada. Hasta Miguel, que tras cenar se enfrasca en el móvil, sonreía y contaba anécdotas de su juventud. Lucía convirtió una noche cualquiera en fiesta.
Entre el segundo trozo de pastel y la manzanilla, pregunté: —¿Cómo lo haces? Trabajo, casa, y aún cocinas así—. Ella reflexionó: —Para mí, cocinar es meditar. Pongo música, corto verduras, amaso… y los problemas se esfuman. Y veros disfrutarlo hace que valga la pena—. La miré y ansié un poco de su talento. Quizá así aprendería a hacer pasteles y no pediría pizza a la mínima.
Al irnos, Lucía nos metió un tupper con restos del pastel y carne. —Llevadlo —insistió—. ¡Lo hice para vosotros!—. Protesté, pero no hubo discusión. Al salir, comprendí que aquello no fue solo una cena. Fue una noche de amistad, calor y generosidad. Lucía me recordó lo importante que es parar, reunirse y saborear el momento.
Ahora pienso en invitarla a casa. ¿Pero qué le sirvo? Mis macarrones no dan la talla. ¿Pido sushi y finjo que lo hice yo? Bromas aparte. Pediré sus recetas y lo intentaré. Si sale mal, diré: —Lucía, eres la reina de la cocina; yo aún aprendo—. Y sé que se reirá y dirá que lo importante es la compañía. Porque así es ella.
**Lección del día:** El mejor condimento no está en la despensa, sino en el corazón. Un plato hecho con amor siempre sabe a fiesta.