Para un mañana diferente

Otra vez, Lucía se despertó con los gritos en la cocina. Sus padres y sus amigos, que habían llegado la noche anterior, discutían como siempre. A sus nueve años, la niña no había conocido nada bueno en la vida. Soñaba con un mundo donde los padres querían a sus hijos, pero ella no sabía qué era eso.

Vistiendo su vestido viejo y sucio, Lucía pasó sigilosamente junto a la cocina, temiendo que la vieran. Pero sus padres estaban demasiado ocupados. Botellas vacías cubrían el suelo, todos en la mesa estaban borrachos.

—Hay que huir rápido, no quiero oír más peleas— pensaba.

Escapó al patio y se escondió detrás de la antigua caseta de herramientas, su refugio. Ahí había silencio, lejos de los gritos. Solía sentarse ahí, abrazando sus rodillas y llorando en silencio.

Tenía tanta hambre que las lágrimas le rodaban por la cara. Desde que tenía memoria, sus padres siempre habían bebido. Discusiones, golpes, platos rotos y hasta peleas eran su día a día.

Era verano, hacía calor y podía escapar. Pero en invierno, al volver del colegio, hacía los deberes y, si oía gritos, se escondía en un rincón de su pequeña habitación, esperando a que acabara el escándalo. Tenía miedo, porque a veces su padre también la golpeaba.

El tiempo pasaba, pero su vida no cambiaba. En casa siempre faltaba comida. Lucía estaba acostumbrada a comer poco, era delgadísima. Este verano era peor. Antes, a veces veía a su madre sobria, pero ahora todo empeoraba.

No tenía abuelos. Su padre había crecido en un orfanato, y su abuela murió al nacer ella. Los vecinos la compadecían, las niñas del colegio compartían sus bocadillos con ella.

Ese día, lloraba detrás de la caseta y soñaba:

—Quizá mañana mamá y papá ya no se peleen. Ojalá llegue un mañana diferente, mejor.

Al secar sus lágrimas, miró hacia arriba y vio las peras maduras en el árbol del vecino. No eran grandes, pero algunas tenían un lado rosado. Las miraba con ansia, el hambre apretaba.

—Si me colara a coger una… pero ¿y si me ven? Me llamarán ladrona.

Observó la casa de dos pisos tras los árboles. Sabía que vivía una mujer mayor ahí, la había visto salir algunas veces.

—¿Vivirá sola en esa casa tan grande?

A Lucía le parecía enorme, pero ella era pequeña. Era una casa con buhardilla, donde vivía Carmen López, de cincuenta y ocho años. Trabajó toda su vida en la policía, y su rostro mostraba severidad.

La tentación pudo más. Inspeccionando la valla vieja, encontró una tabla podrida. Por ahí podría colarse. Primero asomó la cabeza, luego pasó entera al otro lado.

Lucía miró alrededor y sonrió al ver peras caídas bajo el árbol. Cogió una y le dio un mordisco. Jamás había probado nada tan rico. No se dio cuenta de que ya iba por la tercera cuando una voz la sobresaltó.

—Hola, niña.

Era Carmen, alta, pelo corto y oscuro, vestida con pantalones negros y una camiseta granate. La había visto antes, sabía de sus padres borrachos. Desde su ventana, observaba a la niña esconderse.

Lucía se encogió, temiendo un castigo. Pero al ver la mirada amable de Carmen, contestó tímidamente:

—Hola.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer, inclinándose.

—Lucía —susurró.

—Entiendo, Lucía. Seguro que tienes hambre. Ven a mi casa, justo iba a tomar el té con mermelada. Así no me aburro sola.

Lucía no lo creía. Siguió a Carmen hasta una casa limpia y acogedora, algo que nunca había visto.

—Lávate las manos y siéntate.

Carmen sirvió té caliente, puso galletas, bombones, mermelada de fresa y bocadillos de queso. Los ojos de Lucía brillaban de hambre.

—Come cuanto quieras, Lucita.

La niña devoró la comida. Carmen la observó con tristeza. Ella había tenido una buena vida: trabajo, un marido que falleció hace cuatro años, amigos… pero nunca hijos. Ahora, al ver a Lucía, su corazón se partía.

Cuando la niña terminó, sonrió y dio las gracias. Carmen preguntó con cuidado:

—¿Dónde están tus padres?

Lucía señaló hacia su casa con resignación. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y Carmen no insistió.

—Puedes venir cuando quieras. Estoy sola, tengo tiempo. ¿Quieres ver mi álbum de fotos?

Lucía asintió. No quería irse. Carmen tampoco quería dejarla volver con esos padres. Decidió prepararle tortitas para comer.

Así empezó su amistad. Cinco días seguidos, Lucía llegaba por las mañanas. Desayunaban, comían juntas. Carmen le compró un vestido nuevo, le contaba historias. Por primera vez, Lucía tenía un lugar cálido y seguro.

En casa, al acostarse, soñaba:

—Ojalá Carmen fuera mi madre.

Pero una mañana, Lucía no apareció. Ni al día siguiente. Solo se veía a su padre borracho.

Carmen se preocupó. Al tercer día, fue a su casa. El patio estaba abandonado. Golpeó la puerta con fuerza.

La madre de Lucía abrió, ebria. Detrás, el padre, irritado.

—¿Dónde está Lucía? —preguntó Carmen con firmeza.

—Se la llevaron —gruñó la madre.

—Servicios Sociales —añadió él—. ¿Y tú quién eres?

Carmen se marchó sin responder. Lucía estaría en un orfanato. Sus padres nunca la reclamarían.

Días después, contactó a una excompañera de trabajo, Inés, más joven y aún en activo.

—Inés, necesito tu ayuda —le explicó la situación—. Averigua dónde está Lucía.

Inés descubrió que estaba en el orfanato local.

—Gracias. Iré allí.

La directora, Elena Martínez, la recibió con sorpresa.

—Quiero ser la tutora de Lucía. Sé que no soy joven, pero tengo fuerza. Esa niña merece una oportunidad.

Gracias a sus contactos, Carmen logró los papeles.

El día llegó. Al entrar en la sala del orfanato, Lucía la vio y corrió hacia ella.

—¡Mamá! ¡Viniste a buscarme! —gritó, abrazándola.

Ambas lloraban.

—Sí, Lucita. Ahora estaremos juntas siempre.

Elena también enjugó una lágrima. Mientras caminaban hacia el autobús, Lucía saltaba de felicidad. Pronto estarían en casa, donde todo era cálido y seguro. Carmen ya no era “la señora Carmen”. Ahora era su mamá.

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