**Diario de una madre**
— ¿Y para qué necesitas todo esto tú solo? — ¡¿Me llamas desalmada?! ¿A mí? ¡Primero te olvidaste de los ahorros, luego de todas las buenas costumbres y ahora me traes a una embarazada a casa exigiendo una habitación más grande! ¿Qué te parece la situación, eh, hijo mío?
Leticia hablaba con rudeza, pero decía la verdad. No estaba atacando. No. Solo intentaba proteger lo suyo.
Víctor, en cambio, recorría la habitación como si estuviera buscando en silencio la posición perfecta para contraatacar, calculando sus debilidades. Se notaba en él: no se sentía culpable en absoluto.
…Todo comenzó hace mucho. Desde el día en que Leticia y Fernando —que en paz descanse— se mudaron a su primer piso. Ni siquiera tenían una cama. Empezaron con colchones inflables. Con el tiempo, ahorraron para un segundo piso, para su hijo. Luego construyeron una casa en el campo. Para dos familias, con la esperanza de que algún día sus nietos jugaran en el porche y el jardín.
Pero Fernando partió de este mundo cuando Víctor acababa de entrar en la facultad. Su marido le dejó todo a Leticia: los frutos de su esfuerzo, recuerdos felices y la última fuente de calor y alegría: su hijo.
Víctor se graduó, se independizó, se casó. Leticia tuvo un nieto. Era feliz. Pero al año, él anunció el divorcio.
— No congeniamos. No puedo vivir con ella —dijo, como si hablara de un perro callejero al que hubiera adoptado—. Bueno, llegamos a un acuerdo… Como soy el padre, le regalé el piso. A cambio, ella prometió no pedir manutención.
Leticia se agarró la cabeza.
— Bravo, todo un caballero. Con el viento en los bolsillos. Ni siquiera fuiste tú quien compró ese piso —le reprochó.
Ya entonces sospechaba que ella pagaría el precio de esa generosidad absurda. Y no se equivocó.
Poco después, su hijo volvió, esta vez con una nueva esposa. Y ya estaba embarazada.
Pidieron quedarse en su casa un tiempo. Al principio, Leticia no se opuso.
Intentó ser amable. Cocinaba, cambiaba las toallas del baño, colgaba la ropa ajena en el tendedero. Incluso empezó a dejar raciones extra en la cocina: por si a Julia le entraba hambre.
Pero pronto quedó claro que no habría gratitud alguna.
Julia no trabajaba, alegando que en su estado era imposible. Leticia no discutía, intentaba comprender, aunque en el fondo no estaba de acuerdo.
— En su lugar, yo habría trabajado al menos hasta los siete meses —se quejaba con su amiga Carmen—. No tienen casa, el sueldo de Víctor no es gran cosa. Ella debió ver con quién se casaba. Saber que él solo no podría mantenerlos. Pero prefiere la comodidad.
— Bueno, Leti, sé comprensiva. Al fin y al cabo, es una chica embarazada… —respondió Carmen con calma.
— Chiquilla mimada. Yo también he estado embarazada y sé cómo es. Hay que pensar antes de traer un niño al mundo. No está enferma, ni siquiera tiene náuseas. Solo se ha acomodado. ¿A quién crees que acudirán cuando no les alcance para un cochecito?
— Ten un poco de paciencia, a lo mejor las cosas mejoran. Cuando el niño vaya a la guardería, ella volverá a trabajar…
— ¿Guardería? Solo pidieron quedarse unos meses —se decía Leticia para tranquilizarse.
La limpieza también era una batalla. La habitación de su hijo estaba cubierta de una fina capa de polvo. Leticia no daba abasto con los platos: el fregadero siempre estaba lleno. Las tazas de té ni siquiera se lavaban. Quedaban en la habitación de Víctor, ennegreciéndose con el tiempo.
Leticia aguantó. Era de las que observaban antes de actuar.
Víctor, como si lo hiciera a propósito, parecía haberse evaporado en su propio mundo. Llegaba tarde del trabajo, y en casa o se encerraba con el móvil o, por compromiso, acariciaba el vientre de Julia antes de salir a fumar al banco de la plaza. Fumaba mucho, con el móvil en la mano, charlando sin sentido con los vecinos.
Quedaba claro que, a ese ritmo, nunca tendrían dinero.
— Mamá, ¿por qué no nos cambiamos de habitación? En la nuestra no cabe ni una cuna —soltó un día, tan tranquilo, como si pidiera sal.
A Leticia le costó reaccionar. En tres segundos, le vinieron a la mente escenas de su vida en familia. Cómo ella y Fernando habían empapelado las paredes con cariño, cómo eligieron las cortinas, cómo él sonreía y decía que su hogar era su castillo.
Y ahora alguien lo estaba convirtiendo en ruinas, construyendo su propio nido con los escombros.
— Todavía faltan cuatro meses para la cuna. Ustedes están aquí temporalmente, ¿no?
Él se quitó la mirada. Julia miró hacia otro lado. Y entonces lo entendió: no era temporal. Ya se estaban instalando. Lo habían decidido.
Intentó negociar otras veces. Leticia no cedió.
La siguiente gran discusión llegó una semana después. Víctor lo soltó mientras desayunaban:
— ¿Por qué no vendemos la casa del campo? Con eso daríamos la entrada.
Menos mal que Leticia estaba sentada. Ya no era una petición. Era una exigencia.
— Hijo, tu padre y yo nos dejamos la vida en esa casa. Él le puso toda su alma, trabajó solo en el proyecto. Y no la venderé, entre otras cosas, porque tú no sabes administrar lo que tienes.
— ¿Y para qué la quieres tú? Estás sola. Así podríamos pedir una hipoteca, vivir por nuestra cuenta… Sería mejor para todos.
Leticia abrió los ojos. No esperaba ese golpe bajo. Todavía sentía la ausencia de Fernando, a veces lloraba por las noches.
— Bueno, quiero decir… —se corrigió él, incómodo—. Tú sola no puedes con esa casa.
El silencio se hizo pesado. Leticia comprendió de pronto: su hijo y su nuera la iban a exprimir. ¿Qué sería de ella cuando les diera la habitación, la casa, el piso?
Nada bueno, seguramente. Víctor seguiría regalando lo que otros habían ganado con esfuerzo. Y ella solo podría resignarse.
No. Había que parar esto.
— Tienen tres días para irse —dijo con voz helada—. Adonde quieran. Con su embarazo, su cuna y su hipoteca. Ya es suficiente.
Se hizo un silencio. Un silencio tan grande que, durante todo el mes siguiente, Leticia no recibió ni un solo mensaje de ellos.
Empezó a dormir mejor. Por las mañanas ya no se escuchaban ruidos de agua, ni portazos, ni las quejas constantes de Julia porque algo suyo se había perdido.
Pero despertarse se hizo más difícil.
La cocina estaba extrañamente vacía. El cartón de leche se echaba a perder, pero no porque alguien lo olvidara, sino porque no había nadie para beberlo. Ya no tenía que cocinar cada noche. La tele pasaba días enteros apagada.
Todos los viernes, Leticia iba a la casa del campo. Aún había nieve, pero el sol empezaba a calentar la tierra. La primera vez que pisó el umbral, el corazón le dio un vuelco al reconocer el olor a madera y polvo. En el aire flotaban las palabras de Fernando:
— Viviremos aquí, Leti. Quizá algún día con los nietos.
Se sentó un rato en el banco del porche, recordando cómo discutían para pintar las persianas. Cómo debatieron si arrancar el manzano. Él insistió en dejarlo.Esa noche, mientras el gato ronroneaba en su regazo, Leticia supo que, aunque el amor por su hijo nunca desaparecería, su hogar ya no sería el refugio de nadie más que el suyo propio.