Para que el mañana sea diferente

**Para que el mañana fuera diferente**

Otra vez, Martita se despertó por los gritos que venían de la cocina. Sus padres discutían, como siempre, y también sus amigos, que habían llegado la noche anterior. Con solo nueve años, la niña no conocía nada bueno en la vida. Creía que existían padres que querían a sus hijos, pero ella nunca había sentido eso.

Vistiendo su vestido viejo y sin lavar desde hacía tiempo, Martita pasó sigilosamente junto a la cocina, temiendo que la vieran. Pero sus padres estaban demasiado ocupados. Botellas vacías yacían en el suelo, todos en la mesa estaban borrachos.

—Mejor salir de aquí, no quiero escuchar más peleas— pensó.

Corrió al patio y se escondió detrás de la vieja caseta de herramientas, su refugio. Allí, el silencio la protegía de los gritos. Solía sentarse, abrazando sus rodillas, encogida como un ovillo.

El hambre la hizo llorar, limpiándose las lágrimas con las manos. Desde que tenía memoria, sus padres siempre bebían. Discusiones, golpes, botellas rotas… eso era lo único que conocía.

Era verano, y podía escapar al exterior. Pero en invierno, al volver del colegio, hacía sus deberes y, si oía pelear, se escondía en un rincón de su pequeña habitación, tras la cama. Esperaba a que los gritos cesaran. Tenía miedo. Su padre a veces también la golpeaba.

El tiempo pasaba, pero su vida seguía igual. La comida escaseaba en casa. Martita, acostumbrada a comer poco, era delgadísima. Este verano fue peor. Antes, su madre a veces estaba sobria y hablaba con ella, pero ahora todo era aún más triste.

No tenía abuelos. Su padre había crecido en un orfanato, y su abuela murió cuando ella nació. Los vecinos la compadecían; las niñas del colegio compartían sus bocadillos con ella.

Ese día, sentada en su escondite, sollozaba y soñaba:

—Quizás mañana mis padres no discutan. Ojalá el mañana fuera diferente, que todo cambiara.

Al calmarse, levantó la mirada y vio en el árbol del vecino unas peras maduras. No eran grandes, pero algunas tenían un lado rosado. Las miró con anhelo.

—Si las cogiera… pero ¿y si me descubren? Me llamarán ladrona.

Dudó mucho. Entre los árboles, divisaba la casa de dos plantas de Doña Carmen, una mujer mayor que vivía sola. La había visto salir alguna vez.

—¿Cómo puede vivir sola en una casa tan grande?

Para Martita, la casa era enorme. Tenía buhardilla, y allí vivía Doña Carmen, que ese año cumplió cincuenta y ocho. De aspecto severo, había trabajado toda su vida en la policía.

Al final, la tentación fue más fuerte. Martita encontró una tabla podrida en la valla y se coló al patio vecino. Avanzó despacio hasta el árbol y sonrió: bajo él había peras caídas. Cogió una y la mordió con ansia. Nunca había probado nada tan dulce. Devoró tres sin darse cuenta.

Tan ensimismada estaba que no notó que Doña Carmen se acercaba. Alta, cabello oscuro y corto, vestida con pantalones negros y una camiseta granate.

—Hola, niña— dijo con calma.

Martita se sobresaltó, esperando un castigo. Pero al ver los ojos amables de la mujer, tragó las lágrimas y murmuró:

—Buenos días.

—Dime, ¿cómo te llamas? —preguntó Doña Carmen, inclinándose.

—Martita.

—Ah, Martita. Seguro que tienes hambre. Ven, voy a tomar el té con mermelada. Acompañame, así no estoy sola.

La niña no podía creerlo. Siguió a la mujer hasta la casa, que le pareció hermosa y acogedora, tan distinta a la suya.

—Lávate las manos, cariño. Luego, a la mesa.

Doña Carmen sirvió té caliente, puso galletas, bombones, mermelada de fresa y bocadillos de queso. Martita miraba todo con avidez.

—Come sin miedo, Martita —dijo la mujer, con dulzura.

La niña comió rápido, casi sin masticar. Doña Carmen la observó con tristeza.

Ella había tenido una buena vida: un trabajo digno, un marido que la quiso —aunque murió cuatro años atrás—, una pensión decente. Pero nunca tuvo hijos. Siempre lo deseó, y ahora, viendo a Martita, su corazón se apretó de pena.

Cuando la niña terminó, sonrió y dio las gracias.

—¿Dónde están tus padres? —preguntó Doña Carmen con cuidado.

Martita señaló hacia su casa y bajó la mirada.

—Allí… no están solos.

Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas. Doña Carmen decidió no insistir.

—Puedes venir cuando quieras, hasta todos los días. Vivo sola, ya no trabajo. ¿Quieres ver mi álbum de fotos?

Martita asintió feliz. No quería irse. Y Doña Carmen tampoco quería dejarla marchar, sabiendo lo que la esperaba en casa. Decidió darle de comer tortitas con requesón.

Así comenzó su amistad. Durante cinco días, Martita llegaba temprano, desayunaba y comía con Doña Carmen. La mujer y la niña se encariñaron. Las unía algo: ninguna tenía a nadie en quien confiar.

Doña Carmen la esperaba con alegría. Al segundo día, le compró un vestido nuevo. Le servía pasteles y té con mermelada de fresa, que a Martita le encantaba. Le contaba historias de su vida.

Por primera vez, Martita encontró un lugar donde sentirse segura y querida. Aunque fuera por un rato, era feliz. Al volver a casa, se acostaba y soñaba:

—Ojalá Doña Carmen fuera mi madre. Es buena y cariñosa…

Pero una mañana, Martita no apareció. Doña Carmen esperó, miró por la ventana, pero la niña no estaba. Pasaron dos días. Solo vio al padre de Martita, borracho y violento.

Preocupada, pensó:

—¿Y si le ha pasado algo?

Al tercer día, fue a su casa. El patio estaba lleno de maleza. Llamó con fuerza. La madre de Martita abrió, oliendo a alcohol; detrás, el padre, enojado.

—¿Dónde está Martita? —preguntó Doña Carmen con firmeza.

—Se la llevaron —gruñó la madre.

—Los servicios sociales —añadió el padre con desdén—. ¿Y tú quién eres?

Doña Carmen se marchó sin responder. Sintió un nudo en el estómago. Martita estaría en un orfanato, con padres vivos que nunca la reclamarían.

Días después, fue a ver a su antigua compañera, Inés, que aún trabajaba en la policía.

—Inés, necesito tu ayuda.

—Claro, Doña Carmen, dime.

—No por teléfono. Voy para allá.

Le explicó todo sobre Martita.

—Averigua dónde la enviaron. La directora del orfanato, Irene Martínez, es amiga mía. Si Martita está allí, quiero pedir la tutela.

Inés descubrió que Martita estaba en el orfanato local.

—Gracias, Inés. Iré allí hoy mismo.

La directora, Irene, la recibió con sorpresa.

—¡Doña Carmen! No esperaba verla aquí.

—Quiero hacerme cargo de Martita. Sé que no es joven, pero tengo fuerzas. Esa niña merece una oportunidad.

Tener contactos ayudó. Tras reunir los papeles, llegó el día. Doña Carmen entró en la sala donde los niños jugaban. Martita miraba por la ventana, pero al verla, corrió hacia ella.

—¡Mamá—¡Mamá, por fin viniste a buscarme! —gritó Martita, abrazándola con todas sus fuerzas, mientras Doña Carmen, con lágrimas en los ojos, le acariciaba el pelo y susurraba—: Nunca más estarás sola, hija mía.

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