Para evitar la vergüenza, ella aceptó vivir con un hombre jorobado Pero cuando él le susurró al oído su petición, ella se quedó sin palabras
¿Antonio, eres tú, hijo mío?
Sí, mamá, soy yo. Perdón por llegar tan tarde
La voz de su madre, temblorosa por la angustia y el cansancio, llegó desde la oscuridad del recibidor. Estaba allí, en su bata vieja, con una linterna en la mano, como si lo hubiera esperado toda la vida.
Antoñito, mi tesoro, ¿dónde te has metido hasta esta hora? El cielo está negro, las estrellas brillan como ojos de animales del bosque
Mamá, estaba con Luis, estudiando. Los exámenes, los deberes Se me pasó el tiempo. Lo siento por no avisarte. Tú no duermes bien
¿O será que andabas detrás de alguna chica? preguntó de pronto, con desconfianza, entrecerrando los ojos. ¿Te has enamorado, quizá?
¡Mamá, qué tonterías! se rió Antonio, quitándose los zapatos. Yo no soy el tipo que las chicas esperan bajo la farola. ¿Quién me iba a querer? Jorobado, con brazos como un mono y una cabeza llena de pelos rebeldes
Pero en sus ojos brilló el dolor. No dijo que en él no veía un monstruo, sino al hijo que había criado entre penurias, entre el frío y la soledad.
Antonio no era un Adonis. Medía apenas metro sesenta, encorvado, con unos brazos largos, casi rozándole las rodillas. La cabeza, grande, con un pelo revuelto como cardos. De pequeño le llamaban «monito», «duende del bosque», «rareza de la naturaleza». Pero creció, y se convirtió en algo más que un simple hombre.
Él y su madre, Carmen, llegaron al pueblo cuando él tenía diez años. Huyeron de la ciudad, de la miseria y la vergüenza: su padre fue encarcelado, su madre los abandonó. Solo quedaron ellos dos. Dos contra el mundo entero.
Ese Antoño no durará murmuraba la vecina Rosario, mirando al muchacho enclenque. Se lo tragará la tierra sin dejar rastro.
Pero Antonio no desapareció. Se aferró a la vida como una raíz a la piedra. Creció, respiró, trabajó. Y Carmen, una mujer de corazón de acero y manos destrozadas por el horno de la panadería, amasaba pan para todo el pueblo. Diez horas al día, año tras año, hasta que su cuerpo dijo basta.
Cuando cayó enferma, sin poder levantarse, Antonio fue su hijo, su hija, su médico, su cuidador. Fregaba el suelo, cocinaba la sopa, le leía revistas viejas en voz alta. Y cuando ella murió en silencio, como el viento que se lleva las hojas él se quedó junto al ataúd, con los puños apretados, sin lágrimas. Porque ya no le quedaban.
Pero la gente no olvidó. Los vecinos le llevaron comida, le dieron ropa de abrigo. Y luego, sin esperarlo, empezaron a visitarlo. Primero los chavales, fascinados por la radio. Antonio trabajaba en la emisora local, arreglando receptores, ajustando antenas, soldando cables. Tenía manos de oro, aunque no lo pareciera.
Luego llegaron las chicas. Al principio, solo a tomar té con mermelada. Luego se quedaban más tiempo. Reían. Hablaban.
Y un día se dio cuenta: una de ellas, Lucía, siempre era la última en irse.
¿No tienes prisa? preguntó él cuando ya todos se habían marchado.
No tengo adónde ir respondió ella en voz baja, mirando al suelo. Mi madrastra me odia. Mis tres hermanos son brutos. Mi padre bebe, y para ellos soy una carga. Vivo con una amiga, pero tampoco es para siempre En tu casa hay paz. Aquí no me siento sola.
Antonio la miró, y por primera vez en su vida entendió que podía ser necesit